Raúl Alfonsín asumió la presidencia de la nación el 10 de diciembre de 1983. La fecha escogida no era fortuita sino deliberada en tanto coincidía con la efeméride que conmemoraba la Declaración Universal de los Derechos Humanos establecida por Naciones Unidas en 1948. La enorme carga simbólica de aquel día no sólo guardaba sintonía con los principales tópicos de los discursos que había pronunciado en cada rincón del país durante la campaña electoral que lo consagró como presidente frente al candidato del peronismo, el Dr. Ítalo A. Luder. La elección del 10 de diciembre para recibir todos los atributos y símbolos del poder presidencial anticiparía decisiones cruciales que impulsó durante su mandato con el fin de inaugurar una nueva era basada en los cimientos de la república democrática restaurada.
Luego de concluido el ritual y el protocolo ante la Asamblea Legislativa que incluyó su famoso discurso, Alfonsín se dirigió a las multitudes congregadas en la Plaza de Mayo desde el balcón del antiguo Cabildo de Buenos Aires como gesto fundacional entre la etapa que concluía y la que se iniciaba en base a dos preceptos primordiales: la responsabilidad ética de los gobernantes y el imperio irrefutable de la soberanía popular. En una de las tantas entrevistas que concedió a lo largo de su posterior trayectoria pública, el carismático líder adujo que había sido “el acto más maravilloso de aquel día porque pusimos al revés la plaza. Había un colorido extraordinario. Estaba el pueblo”.
Al momento de asumir tenía 56 años, estaba casado con su novia de la juventud, Lorenza Barreneche, con quien fundó una familia numerosa compuesta por seis hijos. Había nacido en Chascomús el 12 de marzo de 1927 en un hogar conformado por entramados familiares provenientes de la inmigración ultramarina europea temprana: su padre era hijo de gallegos dedicados al comercio minorista. En cambio, su madre era hija de un inglés que había participado en la frustrada revolución radical de 1893. Completó los estudios en el pueblo natal para luego cursar estudios secundarios en el Liceo Militar General San Martín de la Capital Federal, una institución clave de formación de los hijos de familias más o menos prósperas del interior bonaerense. De allí egresó en 1944 como subteniente de reserva cuando ya había optado por la carrera de Abogacía que completó en la Universidad de Buenos Aires seis años después. Había militado desde joven en el radicalismo tras la influyente figura de Ricardo Balbín, el líder de la línea interna heredera de la tradición del comité en la provincia de Buenos Aires que enlazaba el legado ético cívico de Leandro Alem con el de Hipólito Yrigoyen, y refractaria del frondizismo ante su política negociadora con el Perón exiliado y sus seguidores vernáculos. Poco después se convirtió en referente de la UCR de Chascomús, de donde saltó al Concejo municipal y a la Legislatura provincial para luego adquirir posiciones en el Comité Provincia en medio de la seguidilla de golpes y dictaduras militares que lo condujeron más de una vez a la comisaría, y lo devolvieron al estudio de abogado. Ese transito atribulado encorsetado en el antagonismo peronismo/antiperonismo traccionaron su trayecto político posterior conduciéndolo a impugnar el factor militar en la vida pública, fundar movimientos o líneas internas con capacidad de interpelar a las nuevas generaciones, establecer contactos con referentes democráticos y del socialismo internacional, militar de manera paralela en organismos de derechos humanos, denunciar el avasallamiento de las libertades públicas y el montaje del aparato represivo de la última dictadura y sus crímenes, y alzar su voz crítica ante el desembarco de tropas argentinas en Malvinas en contraste con las dirigencias partidarias que celebraron el último gesto nacionalista del gobierno militar.
Esa historia radical -que era al mismo tiempo una historia familiar y personal- se hizo patente en el discurso que dirigió a la Asamblea Legislativa al momento de asumir como presidente de la democracia republicana refundada en los comicios de 1983: en aquella oportunidad, rescató las virtudes del Estado de Derecho y de la constitución sancionada y jurada entre 1853 y 1860, y dramáticamente puesta en jaque desde 1930 cuando el legendario caudillo popular había sido depuesto, y la acordada de la Corte había legitimado la interrupción del mandato democrático. En su discurso, no sólo enalteció garantías y derechos constitucionales impostergables: “La violencia está inhabilitada para ser la forma permanente de manifestación”, adujo aquella vez, con lo cual desechó de plano la opción revolucionaria y la vía armada de las derechas o de las izquierdas como estrategia para acceder el gobierno. En su lugar, el voto popular constituía el único mecanismo genuino de constitución de gobierno y de representación del “pueblo”.
Con esa interpelación, Alfonsín tomaba deliberada distancia de los jóvenes (y no tan jóvenes) que habían descreído de los principios y prácticas de las democracias liberales enfatizando en su lugar una saga de virtudes de construcción política y social constante como pacto de convivencia cívica de una sociedad civil y política necesariamente plural, y de ningún modo unívoca. La democracia representativa y pluralista formalizada en el discurso alfonsinista expresaba una nueva conceptualización en la vida pública argentina la cual aglutinaba tres propósitos primordiales: sepultar viejas controversias que había desecho el país entre golpes militares y salidas electorales y la espiral de violencia política e institucional de los ‘60 y ‘70 enancada en la fatal antinomia peronismo / antiperonismo. Hacer de la voluntad popular (o el imperio del sufragio) el dispositivo o plataforma necesaria para combatir la “posesión monopólica del Estado”: un Estado que Alfonsín y los intelectuales públicos del ‘83 recostados tras su liderazgo, lo pensaban como expresión compacta de poderes económicos y poderes financieros, y confiaban modificar su fisonomía a través de políticas públicas inspiradas en la “justicia distributiva”. Por último, aunque no menos relevante en un mundo latinoamericano y global en plena transformación, con ese giro teórico o conceptual el Alfonsín presidente ponía de relieve que la democracia representativa era la fórmula o modo más adecuado de integración y reconocimiento internacional.
En aquel discurso de altísimo voltaje performativo, Alfonsín no sólo evocaba el pasado reciente que la mayoría de los argentinos conocía: este es, que vivir fuera del marco de la Constitución y la ley, había tenido efectos devastadores en la vida social, aunque su reconocimiento no suponía ignorar que vivir sujeto al Estado de Derecho introducía enormes desafíos. No sólo por las promesas e incentivos que la transición democrática instaló de allí en más, sino en el futuro mediato e inmediato. Un horizonte republicano que se presentaba cargado de incertidumbres, y en el que Alfonsín se proponía como cabeza de un “gobierno decente” el cual habría de regirse en “la rectitud de procedimientos” como punto de adecuación entre medios y fines, y no al revés. Un estilo gubernamental enmarcado en el “pragmatismo cívico” en el que era tan relevante gobernar “haciendo memoria” y, al mismo tiempo, “mirando al futuro”. Un gobierno surgido del voto popular convertido en depósito de confianza para resolver controversias y conflictos sociales, legitimar al Estado y sus políticas, moralizar la administración de lo público y estatal, favorecer la continuidad institucional y recomponer los cimientos ultrajados de la amistad cívica en base al pleno ejercicio de las libertades públicas y los derechos ciudadanos.
Entre aquel pasado político y el presente que vivimos no solo sobrevuelan las promesas incumplidas de la democracia tal como aprendimos de las lecciones de Norberto Bobbio y otros tantos intelectuales públicos. El tiempo presente nos sumerge en un mar de interrogantes de complejidad inédita, incierta y desconocida. Los criterios o categorías para entender e interpretar la realidad social y política que utilizábamos años atrás no son los mismos, aunque están quienes atribuyen la fortaleza de nuestra democracia a las características de la sociedad, muy a pesar de voces autoritarias que reivindican el tiempo de la dictadura. Aun así, los desafíos son enormes. Más de una década de estancamiento económico, sostenido aumento de la pobreza (según el reciente informe del Observatorio de Deuda Social Argentina de la UCA rondó el 44,7%), caída en picada de los salarios reales, servicios públicos esenciales en riesgo, espiral inflacionaria galopante, distorsión de precios relativos, desorden fiscal crónico … El voto popular del balotaje fue contundente: apostó por el candidato que expresaba el cambio, y rechazó al ministro-candidato de la continuidad u oficialismo como muestra incontrastable del juicio sobre el mal gobierno. Una respuesta que algunos explican por los efectos de las nuevas formas de interacción social y comunicación pública, fastidios sociales acumulados por la cuarentena eterna en los centros y periferias del país federal, la vacancia política y el déficit moral de las dirigencias, el deterioro de la calidad institucional y de la justicia, la puesta en jaque de la gestión público o estatal y el descrédito de los funcionarios y burocracias en cada uno de los niveles de gobierno por mal desempeño o escándalos de corrupción.
Un cuadro de situación de resolución incierta como resultado de respuestas emocionales de ningún modo escindidas de ingredientes racionales que ponen en escena los enormes cambios habidos en la cultura política argentina a lo largo de cuarenta años de vivir en democracia. Un escenario que algunos experimentan con ilusión por dejar atrás décadas de frustración, y otros lo hacen con preocupación y atenta vigilia ante el espectáculo abierto por las mayorías electorales en la tramitación de la actual sucesión presidencial.