En términos generales podemos afirmar que en tanto el poder en manos de alguien crece, empieza a plantear problemas de publicidad y reconocimiento. Lo que se hace grande cobra visibilidad. Es lo que pasa con las organizaciones mafiosas y los grupos revolucionarios. Esa publicidad, ese reconocimiento supone una exigencia por parte de quienes están sometidos a ese poder, o lo reconocen: responsabilidad. Si se tiene poder, se es responsable. Esto no solamente se da en el plano político.
Cristina diseñó un armado político que le permitía administrar una importante cuota de poder sin asumir la publicidad y la responsabilidad que le era propio.
Mientras ella mandaba, un gobierno títere pondría la cara -sería público, reconocido y responsable- y se llevaría todas las cachetadas.
Se trató de un esquema que sirvió para ganar elecciones pero que resultó pésimo para gobernar, como he explicado en otro lado. Pero además, la agenda de la dueña del poder no era la de un gobierno con sus prioridades habituales (en la Argentina, todas en estado crítico): economía, educación, seguridad, salud. Todo eso se hallaba subordinado a sus objetivos personales: resolución de sus problemas judiciales y los de su familia, y perpetuación en el poder como reaseguro de su posición. El gobierno nunca fue tal, sino un simulacro, un montaje.
El desgaste del gobierno títere es crítico: no hay área en la que no se verifique un notorio abandono. Pero ya nadie le pide cuentas a Alberto Fernández, como no sean sus contrariados patrones. En ese contexto es inevitable que la demanda de responsabilidades se reoriente al núcleo real del poder: Cristina. Pero un poder que se oculta, que no se hace cargo, se va debilitando.
El desgaste no afecta solamente al gobierno (a su simulacro) sino al poder real de Cristina. Es lo que se puso de manifiesto en las PASO. Una especie de piorrea del poder: las encías van dejando expuestas las raíces de los dientes, que se debilitan y se terminan cayendo.
Este gobierno (su simulacro) ya no tiene resto político ni para iniciar un plan económico modelo FMI ni tampoco para convocar a la oposición a un acuerdo general.
Lo que le viene es un derrumbe lento acompañado por la situación de todo el país, una agonía sin esperanza hasta 2023. Seguir sosteniéndolo hasta entonces obligaría a Cristina a asumir públicamente el gobierno, con unas bases cada vez más debilitadas de poder personal. En la célebre tipología de Albert Hirschman, no alcanzaría la opción “lealtad” (loyalty), sino que le sería necesario avanzar a una opción “voz” (voice).
Existe otra posibilidad. Si no quiere asumir la publicidad y la responsabilidad del gobierno sin el poder necesario (se está quedando sin suelo debajo de los pies) puede retirarse, con el objeto de preservar el poder que le queda (que dicho sea de paso tampoco es suyo propio).
Aún conservando su posición dominante, las circunstancias no parecen concederle el margen suficiente (tiempo y poder) como para resolver sus problemas con la justicia. Su poder se está licuando día a día. Quizá lo que más le convenga es una derrota que legitime la opción “salida” (exit).
Y después vería qué sucede. Le transferiría la responsabilidad y el altísimo costo del sinceramiento de la economía y la corrección de las distorsiones a quien se haga cargo y podría aspirar a un regreso triunfal con el próximo fin de ciclo. Ya lo hizo una vez. Total, como decía el anillo de Julio Grondona, “todo pasa”. Y la esperanza es lo último que se pierde.
*El autor es profesor de Filosofía Política