Cuando a una persona se le pregunta si sería capaz de reconocer algún error propio, suele responder con algún tipo de cliché como los siguientes: “mi peor error es ser demasiado sincero, por eso tantos se enojan conmigo cuando les digo la verdad”, o “mi error más grave es ser tan honesto, en un mundo donde se valora lo contrario”. De ese modo responde la pregunta simulando admitir un error pero salvando la impoluta virtuosidad de la que se cree poseedor.
Algo parecido ocurre con otro cliché: “No es porque sea mi hijo pero....” Y a partir de allí tenemos que soportar al orgulloso padre demostrar que su hijo cuando menos es merecedor del premio Nobel. Es una forma, también, de auto alabarse, porque se da a entender, negándolo en apariencia, que el chico es genio por ser hijo suyo.
Esas pequeñas vanidades que poseemos todos los seres humanos, tienen un parangón en política, que responde a la misma lógica. A casi la totalidad de los gobernantes, cuando se les propone que hagan un balance de su gestión, es elemental que se le pida el reconocimiento de algún error cometido durante su mandato. Podríamos decir que son multitud los que tienen la misma respuesta: “mi principal error fue el no haber sabido comunicar bien lo que hice”. Es desde todo punto de vista usual en casi todas las personas que ejercen o han ejercido la función pública macanear con que comunicaron mal lo que hicieron bien. Aunque en los últimos tiempos, ante la saciedad de ese argumento cada vez menos creíble por su reiteración, se le ha agregado otro más belicoso: “la culpa es de los periodistas que informan tendenciosamente mal lo que yo hice bien”.
El presidente Javier Milei, que suele reiterar hasta el hartazgo estos clichés, esta semana no le pudo echar la culpa a los medios de aquello que él comunicó muy mal. Además, los errores no se debieron a los contenidos comunicados sino a la forma en que armó el esquema de su comunicación. A la puesta en escena. Le ocurrió dos veces: con la asistencia a la legislatura para exponer las bases del presupuesto nacional, y con el asado compartido con los diputados que vetaron la ley jubilatoria.
Que un presidente sea el primero en exponer públicamente, incluso (o mejor) en cadena nacional, los basamentos de un presupuesto, vale decir de su proyecto estratégico anual de gastos y recursos, es algo que prima facie suena como original y valioso. Le da políticamente más jerarquía a un tema de por sí muy importante. Pero la forma en que lo hizo fue una serie de chambonadas que hablan de una comunicación horrible. Y para peor en un estilo anti-Milei: el libertario es especialista es discursos agresivos e insultantes donde suele hacer gestos obscenos con las manos (como de forma impúdica hizo en su conferencia ante empresarios en Mendoza) y ponerse en modo stand up a realizar un show tipo televisivo. Eso lo hace hasta en los organismos internacionales, y es un estilo que tiene furiosos detractores pero también enfervorizados defensores, sobre todo aquellos que lo ven como un ataque a la hipócrita formalidad de los políticos tradicionales que tras cuidadas formas esconden miserias y corrupciones de todo tipo. Lo ven como un personaje auténtico y eso lo ayudó bastante a ganar las elecciones. Pues bien, lo que ocurrió en el Congreso es que el showman transgresor quiso seguir siendo transgresor pero no a su estilo sino simulando esa hipócrita formalidad que él tanto critica en los demás. Ahora la hizo él. En vez de carajear a medio mundo y ponerse a cantar o darle la espalda a los legisladores, se presentó con la banda y el bastón presidencial del modo más protocolar posible y simuló una presentación institucional como la que ocurre en el discurso presidencial de apertura de sesiones legislativas. Pero el hecho es que no se trataba de una cuestión institucional sino partidaria disfrazada de institucional. Con gradas repletas de funcionarios y militantes oficialistas, con prohibición de que entrara el periodismo y con una televisión pública tan parcial como la kirchnerista que sólo enfocaba las partes cubiertas del recinto pero jamás las semivacías. En todo caso, por tratarse de una comunicación de temas de gestión, habría correspondido hablar frente a una cámara de televisión al país entero, desde Olivos o la Casa Rosada, cosa que hubiera estado correcta. Pero no, el anarcolibertario aún cuando quiere mostrarse prolijo no puede con su genio. Y por eso tenía que ser original y rupturista: ir a otro poder, el legislativo y hacer en forma simuladamente protocolar un acto no institucional. Con lo cual no convenció a nadie de los que no están convencidos con él (cosa distinta a lo que hizo en Tucumán con el Pacto de Mayo donde actuó con total institucionalidad), pero a la vez aburrió sobremanera a los que quieren que haga el show. Como aparte creyó que si tomaba en cadena nacional un espacio televisivo en un día y horario que suele tener buen rating, eso le sumaría más puntos.... pues se equivocó en todo. Los espectadores de Su Gimenez no son trasladables a un político, y menos hablando de presupuesto.
En síntesis, una idea original y positiva como la de que fuera el Presidente de la Nación quien presentara al pueblo el futuro presupuesto, fue tan mal comunicada que se logró que no lo viera nadie, incluyendo a los que simpatizan con él, No le interesó a nadie. Ni por el horario, ni por el estilo, ni por nada. Un error de comunicación propio, del que no le puede echar la culpa a nadie, excepto, quizá, a su grupo de asesores. Aunque más bien parece culpa exclusiva suya.
Pero bueno, un discurso un tanto técnico que escuche poca gente no es algo demasiado grave. Más preocupante fue lo que ocurrió con el asado compartido con los diputados nacionales que impusieron el veto a la reforma jubilatoria que quería imponer la oposición al gobierno. No vamos a discutir si era justo o no vetar la ley, pero que había razones para hacerlo es verdad aunque sea tan pero tan antipático vetar un aumento nada menos que a los postergados jubilados. Además, un presidente no tiene porqué tomar siempre decisiones simpáticas (más el actual que logró gran parte de su popularidad por aplicar un ajuste impresionante sobre las masas populares al convencer políticamente a la mayoría social de su inevitabilidad) y en este caso, ni siquiera aceptó propuestas intermedias que le hicieron llegar, porque quiso reafirmar que la lucha contra el déficit fiscal era irrenunciable, sabedor -con bastante razón- de que si cedía en esta oportunidad, la mayoría opositora seguiría lanzando propuestas similares en todos los temas. Vale decir, aunque uno deteste el rechazo a un indiscutiblemente justo y necesario aumento para los jubilados, lo que hizo Milei (como exactamente igual hizo Cristina en su oportunidad), no carece de razonabilidad política. Es un costo, no un beneficio, que un presidente decidió pagar por razones de Estado. Hasta allí nada más que decir.
Sin embargo un tema opinable (que además no es del agrado de la mayoría de la población, incluso de muchos mileistas) fue arruinado del todo por una horrible comunicación. Mucho peor que la de presentarse un domingo de noche en el Congreso con banda y bastón para que no lo escuche nadie. Esta vez se trató de un asado celebratorio a todos los “héroes civiles” que consiguieron el veto y con eso lograron la “heroica proeza” de impedirle un aumento a los jubilados. Olvidó Milei que en las ocasiones en que uno debe hacer lo que no le gusta a nadie, lo que corresponde es llamarse a recato e incluso mostrarse afectado por haber hecho algo que tampoco a él debería haberle gustado aunque fuera necesario hacer. Pero no, allí fueron todos a festejar vaya a saber qué, porque no había la menor razón para un festejo. Si querían reafirmar la alianza pro veto, pues bien, hubieran hecho una reunión de trabajo en casa de gobierno y punto. No celebrarlo, no hacer una fiesta popular entre los supuestos héroes de la nueva Argentina, donde algunas heroínas hasta posaban para mostrarle al pueblo sus elegantes vestidos escogidos para la ocasión.
Es inevitable comparar este evento con aquel de fines de 2001, cuando el fugaz presidente Adolfo Rodríguez Saá proclamó ante todos los legisladores el default de la deuda argentina. Celebrado y aplaudido por todos los presentes como si se tratara de un gol de la Argentina en el mundial de fútbol, cuando en realidad era un fracaso, inevitable y necesario quizá, que había que asumirlo como tal. Con la seriedad de la derrota y no con el éxtasis del triunfo. Y así quedó en la historia, como el aplauso exaltado de una suma de irresponsables que se reía cuando el país lloraba. Una imagen de la Argentina decadente en su momento de implosión. Y comparando con el presente, los diputados riendo y festejando el veto, o sea el rechazo a que los jubilados ganen un poco más, encaja en la misma sintonía de irresponsabilidad, o cuando menos de frivolidad política.
Dos errores de comunicación propios en una misma semana para un gobierno como el de Milei son muchos. No lo serían quizá para otro gobierno menos preocupado por la cuestión. Pero para esta administración nacional, el tema comunicacional se ha transformado en algo obsesivo, lindando o a veces superando la paranoia. El odio acumulado contra los medios de comunicación tradicionales (excepto para los contados periodistas a los que el presidente juzga positivamente) es enfermizo. En parte por cuestiones ideológicas: Milei forma parte de una corriente internacional que libra su batalla política y cultural contra toda la estructura mediática tradicional, ya que ellos quieren ser sus propios medios, ni siquiera tener medios propios, sino que sean ellos, sus gobiernos o sus partidos, los propios medios para ejercer de modo seudoreligioso el monopolio absoluto de la palabra (y que sean las redes sociales quienes la divulguen) porque son ideologías que no admiten contradicción alguna. Pero también en parte por cuestiones personales: es como que quisiera vengarse de agravios que los medios le hubieran hecho a él cuando intervenía en los programas televisivos de chismorreríos políticos. O vaya a saber porqué. Pero su obsesión es desproporcionada en base al tratamiento que recibe en general de los medios, ya que en casi todos, excepto en los ultrakirchneristas (a los que, sugestivamente, no critica tanto) es una de cal y otra de arena, nunca una oposición feroz.
Ni siquiera los Kirchner odiaron personalmente tanto a los medios como Milei. Néstor, durante su presidencia, es cierto que intentó comprarlos a todos pero mantenía con la mayoría una relación de amor odio según la circunstancia política de ocasión. Sólo cuando surgió la pelea contra el campo, se convenció (falsamente) de que existía una conspiración de los principales medios y periodistas para voltearlo del gobierno y les declaró la guerra, que su señora cumplió a rajatabla hasta donde pudo, perdiendo al final dicha guerra pero logrando que inevitablemente bajara el prestigio promedio de los comunicadores. Sin embargo, Milei no tiene ninguna razón para librar otra vez la misma guerra, simplemente ha decidido que todo aquel que compita contra su palabra es su enemigo. Y competir con la palabra del poder es una tarea central del periodismo. Por ende los ha transformado en sus enemigos principales y le da tanta importancia a sus políticas de comunicación. Y por eso, por ese énfasis desproporcionado en un tema que no debería ocuparle tanto tiempo, es que las pifiadas comunicacionales de esta semana deben tenerlo preocupado. En particular, porque las cometió debido a esa obsesión negativa que posee con la comunicación. Innecesaria por donde se la mire.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar