El equilibrio fiscal es un elemento central para encausar una senda de desarrollo sostenible para nuestro país. Para lograrlo, es necesario llegar a un consenso duradero, lo que implica deliberar, en una conversación pública franca y desprovista de las mezquindades discursivas propias de la polarización reinante, sobre las múltiples estrategias y alternativas posibles. En este marco, la narrativa que busca presentar a la inversión educativa como un mero gasto suntuoso, en lugar de un derecho estratégico y fundamental para el desarrollo del país -forzando para ello una imagen tergiversada y maliciosa sobre las universidades y sus docentes-, es un error de proporciones históricas. Seguir por esta senda no sólo bloquea la construcción de un consenso sustentable, sino que, además, agravará la crítica situación social y económica del país.
Dimensionar la crisis de la universidad
Es difícil encontrar en los últimos cuarenta años una coyuntura tan riesgosa para el normal funcionamiento de la universidad por la falta de recursos básicos como la de este año. La desinformación sobre el presupuesto universitario está a la orden del día, pero basten algunos datos concretos: durante el primer trimestre de 2024 se alcanzó el punto más bajo de financiamiento universitario desde 1997, el presupuesto asignado al Programa Desarrollo de la Educación Superior fue un 72% más bajo que el de 2023 y el presupuesto enviado para el 2025 es del 53% de lo que estima el Consejo Interuniversitario Nacional que sería necesario para garantizar el funcionamiento de las universidades.
En los últimos meses, y producto de la acción colectiva de la comunidad universitaria, se realizaron algunos ajustes sólo para gastos operativos, generando un fuerte atraso salarial (hoy se encuentran entre los más bajos de la región) y sin dar claridad respecto a la estabilidad financiera futura del sistema universitario.
En este contexto, encontramos un agravante adicional: observamos atónitos cómo se orquesta un asedio simbólico contra la universidad pública que, si bien nos recuerda a intentos similares en la década del 90 en su mensaje de fondo, no tienen precedentes en tiempos democráticos en lo que respecta a sus formas y violencia narrativa. Este ataque, orquestado desde el poder político, y que nos retrotrae a momentos oscuros de nuestra historia, está motorizado por operaciones de prensa diversas, sumadas al arsenal propagandístico de nuestra era: las noticias falsas y los ejércitos de trolls difundiendo odio en las redes sociales.
Este asedio es tan inusitado como autodestructivo, pues socaba una de las pocas esperanzas que nos quedan a los argentinos: la educación pública de calidad.
Universidad es futuro
La situación de las infancias y los jóvenes en nuestro país es desgarradora. El 70% de las niñas y niños viven en situación de pobreza. El desempleo se ensaña con los jóvenes, su tasa de desempleo triplica a la de la población adulta en general. La informalidad y precarización laboral son estructurales y amenazan la sostenibilidad de los sistemas jubilatorios, de salud y todo el esquema de políticas de bienestar en general. Hemos forzado a nuestros jóvenes a un presente calamitoso al que se suma una imagen de su futuro que es aterradora.
La única esperanza para salir de un destino oscuro es invirtiendo estratégicamente en infancias y juventudes. La inversión pública en educación es fundamental para ello. Esto no es una especulación teórica, tampoco una proclama interesada, esta idea está fundada en un consenso científico global sobre los efectos de dicha inversión a largo plazo y, además, es una evidencia vivencial fundada en nuestra propia historia como Nación. A los argentinos nos urge volver a la más exitosa de las políticas públicas de nuestra historia, a la razón de la mayoría de nuestros logros más significativos: una educación pública laica, de calidad y no arancelada en todos los niveles educativos.
Uno de los mecanismos de ascenso social más exitosos de nuestra historia, y razón de admiración a escala global, es nuestra Universidad Pública no arancelada con elevadísimos niveles de calidad educativa y científica. Este dispositivo permitió a personas de los más diversos orígenes desarrollar una profesión, consolidar su bienestar familiar y contribuir al desarrollo de la sociedad; nos valió ser el país con más premios Nobel de la región, alcanzar tempranamente desarrollos industriales estratégicos, difundir nuestras letras y cultura a escala global, entre muchos otros logros. No casualmente, los relevamientos de opinión pública muestran a las universidades públicas como las instituciones en las que más confiamos los argentinos. Esto no es producto de una coyuntura, es el resultado de una cultura nacional en la que el futuro se escribe con educación pública.
Precisamente, la combinación de la excelencia formativa y el deterioro en las condiciones salariales, explican por qué hoy, como en cada una de sus crisis recurrentes, la Argentina es una usina de fuga serial de cerebros, o sea, de personas altamente competentes formadas durante años para, luego, ser expulsadas por la misma sociedad que tanto sacrificó en esa formación.
En un contexto en el que nuestro futuro está en riesgo, asistimos, impávidos, a un asedio sin precedentes a la universidad pública, una de las pocas esperanzas que nos quedan para construir un futuro menos aterrador para nuestros jóvenes y niños.
Por esto, el miércoles 2 de octubre yo marcho. Porque quiero que entre todos generemos una Universidad Pública de la que podamos estar orgullosos, y para ello es condición necesaria que se garanticen los recursos básicos para su funcionamiento. Porque deseo que mis hijos tengan las mismas expectativas de futuro que tuvieron las generaciones de argentinos que nos antecedieron. Los invito a que marchemos juntos, los invito a que caminemos hacia nuestro futuro.
* El autor es Secretario Académico UNCuyo. Politólogo. Docente e investigador universitario.