Estamos indignados y perplejos. Muchas voces, desde muchos ángulos, confiesan que estamos en crisis. Así yo lo escribía el pasado mes. Y que, así las cosas, no le importa a Dios ni al Mundo. Estar en crisis, sin embargo, no es, necesariamente, una desgracia. Alguien ha dicho que la crisis es la fiebre del espíritu. Donde hay fiebre hay vida. Los muertos no tienen fiebre.
No se trata de ignorar la realidad. Más aún: hay que asumirla y transformarla, radicalmente. Ahora ya no nos conformamos con proclamar que “otro mundo es posible”; proclamamos que es factible y lo intentamos hacer.
La utopía es necesaria porque la desigualdad entre ricos y pobres aumenta, según la ONU; incluso en países denominados como “del Primer Mundo”. Nuestra América Latina, según la OEA, es la región más injusta, por esa desigualdad sistemática. En el Planeta, ciertamente se ha creado más riqueza, pero hay más injusticia. África ha sido llamada “el calabozo del mundo”, una “Shoa” continental. Un total de 2.500 millones de personas sobreviven en la Tierra con menos de ochocientos pesos ($800) al día y 25.000 personas mueren diariamente de hambre, según la FAO.
La desertificación amenaza la vida de 1.200 millones de personas en un centenar de países. A los emigrantes les es negada la fraternidad, un suelo bajo los pies. Estados Unidos construye un muro de 1.500 kilómetros contra América Latina; y Europa, al sur de España, levanta una valla contra África. Todo lo cual, además de inicuo, está programado. Un inmigrante africano, en una estremecedora carta, escrita “tras los muros de separación”, advierte: “Les ruego que no piensen que es normal que vivamos así, porque de hecho es el resultado de una injusticia establecida y sostenida por sistemas inhumanos que matan y empobrecen... No apoyen este sistema con su silencio”.
Pero la Humanidad “se mueve”; y está dando un giro hacia la verdad y hacia la justicia. Hay mucha utopía y mucho compromiso en este planeta desencantado. Alguien ha recordado que el siglo XX “ha sido un inmenso cementerio de imperios: el británico, el francés, el portugués, el holandés, el alemán, el japonés y el ruso”. Queda, tambaleándose, el imperio estadounidense, que, pienso, caerá también. “América Latina se aleja de la tutela de Estados Unidos” y Asia ha dado también la espalda a los Estados Unidos. La Unesco ha declarado Patrimonio de la Humanidad la Diversidad Cultural. El siglo XXI -que ojalá sea un siglo místico- será también el siglo del Medio Ambiente.
El diálogo ecuménico y el diálogo interreligioso crecen en varios niveles, como un nuevo paradigma de la fe religiosa y de la paz mundial. Las Iglesias, las religiones, se están encontrando y tendrán que ponerse en paz para la paz del mundo.
En la Iglesia Católica
Muchas comunidades y muchos colectivos de reflexión teológica y pastoral saben ser -simultáneamente- fieles y libres. Vamos aprendiendo a ser Iglesia adulta, una y plural. Si rechazamos la dictadura del relativismo, también rechazamos la dictadura del dogmatismo. No debemos permitir que el Concilio Vaticano II sea un “futuro olvidado”; y hasta algunos estamos pensando lo bueno que sería encarar un proceso de preparación de un nuevo Concilio, verdaderamente ecuménico, que aporte, desde la fe cristiana, a la tarea mayor de dar más humanidad a la Humanidad. En nuestra América Latina, hay prioridades socio-pastorales, que nos exigen, al mismo tiempo, realismo y utopía, coherencia y compromiso.
No debemos olvidar que, desde los primeros tiempos del cristianismo, “el martirio era el signo de una fe verdadera”. Entendiendo por martirio no sólo el entregar la vida con el derramamiento de sangre sino, también, el entregar la vida sienciosamente en el servicio diario y en la coherencia de vida en favor de los injustamente apartados del plato de la vida. Hacer memoria del martirio es vital para cada pueblo, vital para la Iglesia de Jesús. Si perdemos la memoria de los mártires, perdemos el futuro de los pobres.
Continuemos “editando” utopía, compromiso, transparencia, vida. Y recordemos que la utopía debe ser verificada en la praxis diaria, que “la esperanza sólo se justifica en los que caminan” y que “nos es dada para servir a los desesperanzados”. Para este servicio pienso que hoy se nos pide, sobre todo, un testimonio coherente, una proximidad samaritana, una presencia profética.
* El autor es sacerdote católico.