Una de los episodios más atrayentes de las biografías políticas es el despertar de la vocación por el servicio público, los inicios de un liderazgo, el nacimiento de un proyecto político personal.
Por lo general no se trata de una voluntad racional plenamente consciente de sí, con objetivos definidos con precisión. Hay mucho de contexto, de relaciones sociales y circunstancias particulares –aquello que Maquiavelo denominaba fortuna- pero también de necesidades y pulsiones personales, que se manifiestan o desembocan en una vocación política.
En ese contexto de causas concurrentes, las convicciones ideológicas, la lealtad a los vínculos personales y los principios de conducta son apenas factores concurrentes, no siempre los más importantes. Las miradas retrospectivas que intentan trazar una trayectoria de una coherencia sin fisuras ni interrupciones usualmente tienen un propósito apologético, no crítico.
Hay, no obstante, trayectorias políticas más previsibles, en las que se pueden identificar objetivos bien definidos y medios proporcionales (eficaces o no). Desde la democracia recuperada, de los itinerarios que terminaron en la presidencia de la Nación, puede decirse que Alfonsín, Menem, De la Rúa, Duhalde y Macri fijaron su objetivo años antes de conseguirlo. Sus carreras obedecieron a esa aspiración. Por el contrario Kirchner, Cristina y Alberto Fernández debieron su llegada a la presidencia a un juego afortunado de circunstancias que estaban más allá de su dominio. La designación de alguien con mayor poder fue el factor decisivo en sus carreras.
Es lícito preguntarse si estas presidencias conseguidas por la fortuna o el favor del poderoso disponen de un proyecto político, anterior o posterior a la llegada del poder. Si en el caso de Kirchner un cúmulo de factores internos e externos favoreció su consolidación en el poder, y la presidencia de Cristina fue concebida como la continuación del gobierno de su marido (estamos hablando de proyecto de poder, no de proyecto político), es más difícil saber qué convicciones, creencias, disposiciones personales y expectativas abrigaba Alberto Fernández al serle ofrecida la candidatura a la presidencia de la Nación.
Como primera aproximación podríamos establecer el dramatis personae.
Operador opaco y con capacidades limitadas, habitual segundón de las figuras principales de la política nacional hasta fines de la década anterior y con un itinerario reciente en franca declinación, la presidencia de la Nación era para Alberto Fernández un objetivo largamente acariciado pero fuera de su alcance.
Líder autoritaria y personalista, urgida por un cúmulo de procesos judiciales que no le dejaban otra alternativa que una defensa político-electoral, Cristina Fernández necesitaba un candidato presidencial que le permitiera alcanzar los votos que se le negaban a ella y a la vez retener el poder de un eventual gobierno.
Para eso decidió recurrir al antiguo subordinado, al que había despedido en malos términos una década antes, el cual le pagó con constantes críticas e impugnaciones públicas. No los unió el amor ni el respeto, sino intereses concurrentes más fuertes que el mutuo desprecio dispensado. Dicen que cuando empezó el armado político de Cristina, Alberto se le acercó con una demanda específica: la representación diplomática en España. Esa era la medida de sus ambiciones.
Un golpe de suerte
Desde su designación como candidato quedó claro que el Presidente se subordinaría a la voluntad de la Vicepresidente, guiada por sus intereses particulares. Alberto aceptó voluntariamente ese rol. La pregunta en este caso es por qué razón estaría dispuesto encabezar un gobierno débil y fragmentado, dentro del que ni siquiera posee estructura propia, en un contexto socioeconómico tan crítico que combina recesión prolongada, endeudamiento, inflación e incremento explosivo de la pobreza. ¿Presidente, para qué?
Estamos en el plano de las intenciones, de las motivaciones internas, razón por la cual -a falta de testimonios personales- solo pueden hacerse conjeturas. Para responder a la pregunta hay que penetrar en las profundidades psicológicas de la dirigencia política argentina, en dos sentidos posibles, no excluyentes.
El primero es la convicción -inexplicable desde una perspectiva racional- de que un golpe de suerte, un acontecimiento inesperado o la emergencia de una coyuntura favorable lo beneficiaría, encauzando la orientación de su gobierno y proveyéndole del poder necesario para llevar a cabo sus (supuestos) objetivos.
Es notable la pregnancia del pensamiento mágico entre los dirigentes políticos argentinos. Alberto no es la excepción. Kirchner encaró su gobierno como si el boom de las commodities se prolongaría para siempre; Cristina, con una economía en problemas, pensó que podría sustraerse de la crisis internacional de las subprime; Macri pensó que con el simple inicio de su gobierno se esfumarían todas las prevenciones que los inversionistas nacionales y extranjeros guardan respecto de la Argentina, y que el crecimiento económico derivado alcanzaría para cubrir las cuentas en rojo del Estado. La vieja creencia de que “a este país lo salva una buena cosecha” reaparece bajo formulaciones nuevas e inflexiones actualizadas.
La presencia del pensamiento mágico entre los políticos argentinos se puede observar en tres aspectos vinculados entre sí: 1) desprecian la planificación, la anticipación racional y proporcionada de la acción de gobierno; en consecuencia 2) presumen que las condiciones en las que se desarrollará su gobierno les serán favorables; y por tanto 3) son incapaces de trascender el corto plazo. Manejarse en una dinámica constante de lo inmediato supone confiar en que en el largo plazo habrá algo misterioso o inesperado que los salve.
Pero si los presidentes anteriores poseían algún elemento racional –siempre insuficiente, claro- para sostener esa creencia, Alberto no tiene ninguno. No hay nada en la situación internacional ni en el escenario nacional que le permita abrigar la esperanza de la emergencia de un cisne negro benéfico que lo ayude a sortear exitosamente la improvisación, la impericia y el fracaso que ha mostrado su gobierno hasta hoy.
Yo ya gané
El otro aspecto a analizar no se encuentra en el plano de las anticipaciones, sino en el de las demandas personales que tienen que ver específicamente con el reconocimiento social. Podemos formular una hipótesis reconstructiva: ¿qué tipo de sentimientos, ilusiones y contradicciones habrá abrigado Alberto en su alma cortesana a lo largo de su trayectoria anterior a su consagración?
Personaje ideológica y partidariamente ubicuo de la democracia restaurada, con vinculaciones en todo el arco político. Ejecutor de mil operaciones públicas y secretas, en blanco y en negro, al servicio de varios caudillos diferentes, de los que pudo ver su surgimiento, apogeo y caída. Conocedor de todos los vericuetos y miserias de la política nacional y sin embargo, eterno corifeo, postergado, finalmente expulsado bajo la acusación de traidor y desleal, arrojado a la intemperie, sin que su momento llegara nunca.
Para Alberto Fernández, la propuesta de Cristina suponía la inesperada revancha (¿habrá esto alimentado la creencia de que finalmente había sido tocado por la caprichosa fortuna?) y a la vez el broche de oro de su extensa pero deslucida trayectoria. Poco importaba que los analistas definieran su presidencia como “de transición”, que las expectativas se agostaran incluso antes de asumir, que su gobierno carezca de rumbo o que esté desprovisto del poder real. Un dirigente amigo me comentaba que en los ambientes del peronismo es frecuente oír que “Alberto está donde siempre quiso estar. Llegó. ¿Para qué más?”
La observación es consistente con un rasgo propio de la personalidad argentina que pusiera de manifiesto José Ortega y Gasset, en ese texto controversial sobre sus experiencias en las tierras del Plata. Ortega define al argentino (probablemente estuviera refiriéndose al porteño) como un hombre a la defensiva, en permanente prevención de un ataque, que no sabe muy bien por dónde puede venir ni en qué consiste, dominado por un tipo muy particular de narcisismo, que antepone el reconocimiento o la jerarquía obtenidos a la demostración directa del talento o la valía. Lo detectaba en las conversaciones con los locales:
“Mientras nosotros (los europeos) nos abandonamos y nos dejamos ir con entera sinceridad a lo que el tema del diálogo exige, nuestro interlocutor adopta una actitud que, traducida en palabras, significaría aproximadamente esto: Aquí lo importante no es eso, sino que se haga usted bien cargo de que yo soy nada menos que el redactor jefe del importante periódico X; o bien: Fíjese usted que yo soy profesor en la Facultad Z; o bien: ¡Tenga Usted cuidado! Está usted ignorando u olvidando que yo soy una de las primeras figuras en la juventud dorada que triunfa sobre la sociedad elegante porteña. Tengo fama de ingenioso y no estoy dispuesto a que usted lo desconozca.” (Intimidades, 1930)
Alberto Fernández no es solamente es ese hombre eternamente a la defensiva, impostando convicciones “desde siempre”, hablando “con la verdad y sin mentir”, anticipando así las observaciones críticas y los inevitables desmentidos que despertarán sus declaraciones. También parece más interesado en disfrutar del puesto al que llegó, la distinción pública que supone ser presidente de la Nación, que en realizar una obra de gobierno fructífera y trascendente.
Quizá el principal propósito del actual gobierno no sea uno, sino dos intereses particulares concurrentes: la resolución de las causas judiciales de Cristina y la sed de reconocimiento social del gris Alberto.
Hace unos días, en Twitter destacaron algunos gestos del lenguaje corporal del presidente. En las fotografías oficiales frecuentemente renuncia a ocupar el centro de la escena; no muestra el aplomo vertical del líder seguro de su poder, aparece inclinado sobre otro. En ocasiones realiza el gesto de quien se asoma para salir en el margen o el segundo plano de la foto que le están tomando a alguien más importante.
Quizá sea cierto: no le hace falta más.