Al cumplirse el 6 de setiembre próximo, 90 años del primer golpe de Estado en la Argentina, el cual destituyó al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen, bien vale recordar quien fue ese prohombre argentino.
Hace unos años se hilvanó un mítico rosario de próceres: San Martín- Rosas-Yrigoyen- Perón. El astuto enhebre exhibe pocas analogías auténticas. Pero… estableció una idea-fuerza, no por patrañera menos eficiente. El procedimiento, trascendiendo su pelada pretensión electoralista, conjuró adhesión; impregnó la colectividad populista, consumista de lemas. De tanto repetirlo, hoy muchos creen que Yrigoyen era populista. “Miente, miente, que algo quedará”, decía Göebbels. Parecidamente Perón dijo: “En Historia, uno pone la montaña allí, y ahí se queda.” (Las Memorias del General, grabación de Tomás Eloy Martínez).
Aunque los cuatro homologados tengan escasas afinidades, la lucha del líder radical por los desposeídos, más su caudal electoral, volvió plausible la homologación.
De populista, Don Hipólito no tenía más que su popularidad. Así, cuando le advertían que con su intransigencia a pactar con “el régimen”, nunca gobernaría, respondía: “Que se pierdan mil gobiernos, pero se salven los principios.” Ya gobernando, cuando le preguntaban “¿Cuál es su plataforma?”, contestaba: “Es la Constitución”. Contrástese esa respuesta con la de un versado justicialista (diputado y estimado compañero de banca), que preguntado ¿Quién querés que sea el gobernador? Me dijo: “Un amigo mío”.
Yrigoyen no manipuló la justicia ni la prensa, legisló sin alterar derechos, no reformó la constitución; sin reelegirse inmediatamente, propició la presidencia de Alvear. Prodigó un sustancial patrimonio propio en campañas militantes. Y fue destituido por un movimiento militar nacionalista, católico y fascista (atestiguado en: “Tres revoluciones militares”, libro de Perón, minuciosamente detallista de su complicidad).
A Yrigoyen -de raro carisma sin oratoria- su krausismo filosófico le contagió un arcaísmo de rebuscadas locuciones; como: “Vayamos a las efectividades conducentes” (aclaración: Krause, discípulo de Kant, divulgaba la Ética Universal del “imperativo categórico”). Esa influencia impregnó de ética su militancia, propagando en sus acólitos un misticismo cuasi religioso. De ahí el trato de correligionarios entre radicales.
Otra discrepancia: Perón decía emular a aquel Yrigoyen no intervencionista en la primera guerra mundial, negándose a declarar la guerra a Alemania en la segunda. La diferencia es que Yrigoyen en el litigio proclamaba: “los países son a los países como los hombres a los hombres”, como Kant, que proponía una Confederación Universal de Libres Soberanías; a semejanza de la Sociedad de las Naciones. Mientras que Perón simulaba adherir a aquella posición, pero realmente admiraba el proyecto nacional socialista de Hitler.
Yrigoyen fue legatario evolucionado de la generación del ochenta. Esa generación -educada en el Colegio del Uruguay fundado por Urquiza– prolongaba al krausismo argentino, propiciado por Alberdi. Así, Eduardo Wilde, escribió con esas filosofías y Victorino de la Plaza daba clases en la UBA con manuales derivados del krausismo. En esas manos estuvo la cultura argentina (y el gobierno) hasta fines del siglo XIX. En 1870, Sarmiento fundó en la capital de Entre Ríos, la Escuela Normal, dirigida por el pedagogo español José María Torres, otro krausista.
Estos integrantes de la llamada Generación del 80, racionalistas, instauraron la enseñanza laica y el matrimonio civil; confrontar la hegemónica iglesia católica constituyó un valeroso progresismo. El Primer Congreso pedagógico logró la Ley 1420 (1982) e hizo de Argentina el país más alfabetizado. Obra pedagógica, “solitaria” pero influyente, de docentes, escritores y políticos krausistas, como se ve con Yrigoyen.
El krausismo fue generacional: Julián Barraquero (autor de la Constitución mendocina), Adolfo Calle e Hipólito Yrigoyen, nacieron a mediados del siglo XIX. La constitución de Mendoza sostuvo la participación del trabajador en las ganancias tres años antes que la de Weimar (ícono del constitucionalismo social). Llevada a la práctica mediante la Ley de Contratistas de Viña. La más exitosa división de la tierra, sin reforma agraria. Esos racionalistas románticos, últimos krausistas, influyeron hasta 1930.
Esa tendencia, también de Alberdi, mantuvo su influjo gracias a la vitalidad de su clara vocación social, inyectada al liberalismo profesado. Dice Arturo Andrés Roig: “Esta nota característica que llevó a postular la formulación de un liberalismo ‘solidarista’, en contra del liberalismo clásico, es paralela a la vocación social del positivismo argentino que desembocó en el socialismo... fuerza de sobrevivencia que extendió la vigencia de la conciencia romántica casi hasta nuestros días... en lo político incitó a la más viva militancia. Un fuerte eticismo, del que deriva también su interna vitalidad, impulsó una lucha con la que se sintieron consustanciadas grandes masas de ciudadanos.”
La modernización no fue sólo de los mencionados. También la ideología de base de gran parte de los miembros de “el Régimen”, confirió neutralismo al Estado liberal y a la educación laica. El krausismo, de eticismo compartido por el catolicismo y el positivismo (las otras dos ideologías de la generación del 80), dio sus frutos.
Pero seamos justos, Yrigoyen, inicialmente no fue precisamente pacifista, sino revolucionario. Aunque, finalmente cambiando de estrategia, venció electoralmente al “régimen falaz y descreído”, utilizando años antes que Ghandi su táctica de la “abstención”; lo que desacreditó al manipulado voto “voluntario cantado”. Tanto raleó los votos de “el régimen” al que pertenecía Sáenz Peña, que lo indujo a la sanción de la ley de su nombre, del voto universal (masculino), secreto y obligatorio. Lamentablemente los herederos del liberal Sáenz Peña (devenidos conservadores), cuando perdieron la esperanza de regresar al poder, se aliaron con el fascismo católico nacionalista, e iniciaron los golpes de estado.
Si bien es cierto que la política petrolera de Yrigoyen exhibe preferencias macroeconómicas estatistas, respetó la propiedad e iniciativa privada, y la prensa libre (militantemente opositora), sin colonizar al poder judicial.
Yrigoyen no fue populista, ni lo hubiera querido ser. Su apego a la constitución está probado. Quienes apetezcan enmarañar su fisonomía política tildándolo de populista deben ser antiguos conservadores (malos perdedores), o algún populista procurando cosechar adeptos.
*El autor es Abogado