La cárcel de Boulogne Sur Mer fue el primer establecimiento construido en Mendoza. Inaugurada en 1905, formaba un conjunto de edificios encerrados en un muro perimetral en forma de polígono hexagonal con un torreón en cada vértice, construido con piedras de la zona. Todo con base del proyecto que 10 años antes había presentado el ingeniero Nicolás de Rossetti.
Y por ahí, en el ingreso al portón principal (hoy declarado Patrimonio Provincial), donde el hombre pierde no sólo la libertad sino también su dignidad, se han sucedido crímenes, ajustes de cuentas, violaciones, descuartizamientos, motines y fugas por los techos o los muros.
Algunas fugas tuvieron éxito como la del 22 de marzo de 2006, cuando 12 presos de extrema peligrosidad se fugaron por un pasadizo de 20 metros de largo que los dejó en el predio del Tiro Federal. Pero hubo otras que, pese a haber fracasado en el intento, fueron noticia nacional y esta es la historia.
Escarbando la tierra
Hace 33 años un túnel de más de 50 metros fue construido, esquivando cañerías de agua y cloacas, en las entrañas profundas del viejo penal que, al decir de las autoridades, fue “el más extenso” de los encontrados. Y como ocurre cuando son hallados, terminaron siendo sellados con cemento. Esta obra de “ingeniería” tuvo un ideólogo que se llamaba Alberto Horacio Domínguez.
Fue un interno con varios antecedentes penales que, una vez detenido, cosechó una condena de 16 años de encierro entre esos altos muros. Pero ese túnel además le dio origen a su alias: “El Topo”. También lo hizo famoso, primero en las crónicas policiales, después en las páginas de un libro y más tarde en una miniserie de televisión.
Fuera de la ficción, es decir en su pasado real, “El Topo” Domínguez y un primo mataron a un empresario petrolero, al que habían “invitado” a una habitación de un hotel de la calle Amigorena en pleno Centro mendocino.
Desde su encierro y un par de años antes de intentar concretarla, Domínguez siempre pensó, soñó e imaginó su fuga hasta que esa galería fue descubierta en julio de 1987. Atrás había quedado una tarea que, según las crónicas de la época, había comenzado en marzo, cuando un grupo de presos de “buena conducta” debieron ocultar varias toneladas de tierra sacadas a punta de cucharas, algunas herramientas de albañilería y cortafierros.
Primero hicieron una abertura de 60 centímetros sobre el piso de baldosas y cemento de la lavandería. Ese espacio fue suficiente para que entrara el cuerpo de una persona. Luego fue ocultado con un gran ropero de madera y de doble fondo. Desde ahí se hizo un pozo de 3 metros y más adelante, en sentido horizontal, una excavación de más de 50 metros en dirección Sudeste en busca de la libertad, es decir, con la intención de volver a ver al penal pero desde afuera.
Centímetro a centímetro
“El Topo” había logrado, después de cuatro años de encierro y buena conducta, una habitación fuera de los 13 pabellones, donde conviven unos 1.200 internos, ubicada en el sector de las calderas y la lavandería. Allí no había candado y sólo una puerta que se abría a un jardín y también al cielo, al aire “libre” y a la esperanza.
Las primeras bolsas con tierra fueron mezcladas en un cantero que había armado, ajeno al proyecto, “Quique” Ramírez, aquel arquitecto condenado por haber matado y descuartizado el cuerpo de su pareja y que también ideó la capilla del penal, junto a otros proyectos “a pedido” de los jefes del Servicio Penitenciario. Ya en libertad, Ramírez se suicidó tirándose desde un edificio de la calle Espejo, en Ciudad.
Con el correr de los días fue necesario utilizar una cisterna donde se almacenaba el agua para depositar las bolsas con tierra que, en horas de la madrugada, eran apiladas contra los bordes para evitar que la salida del líquido se tapara. Sin embargo, el proyecto avanzaba centímetro a centímetro y con lámparas eléctricas le dieron luz a la oscuridad del túnel. Pero también hubo contratiempos, como una zona de piedras que obligó a dar un rodeo, lo que insumió tanto tiempo extra como esfuerzo humano.
Y en esos cinco meses, tal vez por algún traidor -ortiva en el vocabulario carcelario-, se multiplicaron las requisas por cada una de las celdas y en cada uno de los pabellones pero nadie habló y no se encontró nada, aunque el rumor existía.
Por eso se siguió buscando, no ya dentro de los pabellones, sino afuera hasta que el miércoles 1 de julio lo descubrieron a sólo metros de la calle.
Días después, Los Andes titulaba: “Significativa longitud tenía el túnel descubierto en la cárcel”. Y así el sueño de libertad de Domínguez quedó encerrado en un sumario y en un expediente interno que, si bien no le sumarían años a la condena, se cancelaron permisos y beneficios que sólo afectaron al “Topo” y a un tal Alfaro.
Un libro, una serie para la TV y otra vez a la cárcel
Esta historia, con el nombre de Alfredo Homero Domicci como protagonista, la escribió en 1992 la periodista y escritora Mercedes Fernández en su novela “El jardín del Infierno (edición Sopaipilla)”. Y en la contratapa se puede leer que el libro “no exculpa ni juzga al delincuente sino que muestra su vida con profundo dolor”, mientras que el prólogo, con la firma del propio protagonista, dice: “Este libro es de Mercedes. Yo le obsequié la historia. Porque ella fue la única que creyó en mí”.
Esta novela tuvo una repercusión tan importante que fue llevada a la televisión por el director de cine Teo Koffman en una miniserie de 13 capítulos. Contó con la actuación de destacadas figuras como Arturo Bonín, Pepe Soriano, Ana María Picchio, Antonio Grimau, Arnaldo André, Hugo Arana, Emilia Mazer, Osvaldo Benet y Juan Carlos Puppo, elenco al que se sumaron los mendocinos Gerardo Saavedra, Rubén Hernández y Pinty Saba.
Pasado el tiempo de fama, al “Topo” Domínguez le secuestraron de su casa de Guaymallén un kilo de cocaína de máxima pureza, delito por lo que la Justicia Federal lo condenó a 5 años de prisión en diciembre de 1994.
Y así volvió al penal del que había intentado, sin éxito, escapar por un extenso y trabajado túnel.