Cuarenta años pasaron desde aquel 30 de octubre de 1983, el día que cambió nuestra vida para siempre. Nuestra historia hubiera sido distinta si ese día no hubiera existido y no hubiera sido como fue. Ese día volvimos a votar, después de 7 años de desapariciones, torturas, el Estado armado contra los ciudadanos. “Las urnas están bien guardadas” había dicho Galtieri dos años antes. Pero ese día las urnas salieron de su escondite y estuvieron en las escuelas, esperando a millones de argentinos sedientos de colocar una boleta en ellas. Importaba a quién se votaba, pero mucho, muchísimo más importaba votar.
La generación a la que pertenezco vivió su niñez durante la dictadura y su adolescencia durante el gobierno de Alfonsín, líder, constructor y protector de esa democracia incipiente. Para nosotros, ese 30 de octubre fue un punto de inflexión, independientemente de los caminos que tomáramos después. Fue el fin de una etapa y el comienzo de otra.
La niñez que terminaba era una vida que cada uno había vivido como había podido, o como le había tocado, siendo conscientes o no, y en distintos grados, de lo que ocurría. Muchas veces con registros muy diferentes. Algunos teníamos presente el miedo permanente, el recuerdo sólido del ruido de las noches en las que se escondían o se quemaban libros, la forma cruel y paulatina en la que nos acostumbramos a dejar de ver a seres queridos, a vecinos, a conocidos, las historias tremendas que nos llegaban como ráfagas de un viento imposible de soportar sin un dolor agobiante y omnipresente.
Algunos habíamos vivido el Mundial 78 con una contradicción dolorosa: queríamos ser campeones, festejar en las calles, estar contentos. La Argentina era mirada por el mundo entero, y como en una escena perversa, escondía en sus entrañas el ataque más infame de nuestra historia hacia los seres humanos. Más adelante el futbol ya no fue suficiente para ocultar los estragos de la dictadura, y el slogan “Los argentinos somos derechos y humanos”, se apoderó de las calles cuando nos visitó la Comisión Internacional de Derechos Humanos, cuando festejábamos el triunfo argentino del mundial sub 20. Muchos queríamos ser niños otra vez, ser inocentes y frescos. Festejar cada gol de Argentina, tratando de olvidar por unos instantes lo sórdido de lo que se ocultaba. Era difícil, muy difícil.
Éramos niños cuando una mañana de abril de 1982, dos días después de la multitudinaria marcha de la CGT que bajo la consigna “Pan, Paz, Trabajo” congregara a una multitud que en todo el país, nos enteramos que Galtieri había decidido que tropas argentinas desembarcaran en Malvinas. Otra vez la contradicción, los sentimientos disociados, la dificultad para comprender armoniosamente a nuestro país. Muchos se entusiasmaron patrióticamente. Otros no porque, como Alfonsín, leían una decisión desesperada para intentar legitimar a la dictadura. Muchas, muchísimas familias tuvieron que entregar a sus jóvenes de 18 años a esa aventura genocida. Otra vez la niñez privada de su liviandad, engañada y manipulada. Fuimos esos niños que teníamos que salir marchando al compás de una marcha militar cuando terminaba la jornada en la escuela pública.
Llegó el 30 de octubre del `83. Un día que amaneció como cualquier otro, pero que no era como cualquier otro. En el aire se respiraba algo distinto, indescriptible. Era como un alivio compartido y transversal. Como si pudiéramos respirar profundamente después de mucho tiempo. Muchos caminábamos por la calle sin sentir miedo por primera vez en años. Todavía siento esa sensación cincelada en mi cabeza y en mi cuerpo. Sentir como si nos hubieran devuelto la dignidad, la libertad y la potestad sobre nosotros mismos. Un soplo de aire fresco que nos decía que a esa niñez ensombrecida sobrevenía una adolescencia en libertad.
Mientras tomábamos conciencia de lo que habíamos vivido volcábamos nuestra pasión en causas colectivas. En los partidos políticos, en las iglesias o en organizaciones sociales desplegábamos nuestra energía y nuestras ilusiones. Militáramos o no, teníamos posición tomada sobre casi todos los temas, nada nos era indiferente, todo merecía nuestro compromiso y acción. Cada debate implicaba una forma de ver la vida. Hasta la música que escuchábamos nos definía.
Vino el histórico Juicio a las Juntas, el Plan Alimentario Nacional, el Congreso Pedagógico, el “tratamiento político de la deuda externa” de Grinspun, las crisis económicas, los levantamientos militares. Una democracia permanentemente jaqueada, que al mismo tiempo restituía derechos, nos devolvía las instituciones de la República, consagraba la libertad de expresión, enaltecía la educación y la salud públicas, garantizaba la justicia, permitía el pensamiento libre. Para quienes no vivieron su negación es muy difícil comprender la magnitud de esta tarea titánica. Una democracia a la que le pedíamos tanto, con la que nunca estábamos satisfechos, como si ella sola alcanzara para conjurar los problemas de tantos años y la destrucción económica, social y cultural que nos asolaba.
La restitución democrática avanzaba y era la prioridad. Alfonsín hablaba de justicia social, le contestaba a un sacerdote en el púlpito y respondía tanto a la sociedad rural como a Ronald Reagan. En términos institucionales todo era posible y estaba por hacerse, pero la situación económica comenzaba a ser acuciante.
Muchos de los niños de 1976 llegamos a la Universidad en 1988. No todos, porque la democracia, a pesar de sus esfuerzos, nunca llegó a garantizar el acceso a la educación universitaria de todos por igual. Ya sabíamos que no bastaba la democracia para comer, curarse y educarse, pero seguía siendo nuestra luz a seguir. Por eso, muchos de esa generación, hicimos de la militancia universitaria una forma de vida, nuestro modo de estar en el mundo. Nuestra identidad se forjó en cada centro de estudiantes, en cada asamblea universitaria. Sentíamos que estábamos en el lugar adecuado en el momento correcto. Que no teníamos nada más importante que hacer porque lo que hacíamos era fundamental: estábamos haciendo historia, estábamos ampliando derechos, defendiendo la democracia, profundizando la libertad y forjando las bases de la historia por venir. Fuéramos del partido que fuéramos la política era la mejor herramienta de transformación y la democracia el tesoro a cuidar. Consagramos nuestra vida a esa tarea.
Pasaron los años, muchos. Esos niños del `76 ya hemos pasado los 50 años, y con la madurez llegó todo lo que el paso del tiempo trae consigo. En fechas como éstas es muy difícil resistir la tentación de mirar con nostalgia a los jóvenes que fuimos. Sobre todo nosotros, los hijos del 30 de octubre del 83. Cuando miramos hacia atrás cada uno hará su lectura. Pero hay algo en lo que seguramente todos estamos de acuerdo: esta democracia que nos ha dado tanto, no bastó para que los argentinos fuéramos más felices. Frente a un país herido por la pobreza, por la decadencia institucional, por la crisis de representatividad, por la indiferencia generalizada, escuchamos muchas veces la frase “la democracia está en deuda”. Pero no es la democracia como sistema lo que está en deuda. Es la política la que tiene que darle contenido a esta democracia que no ha llegado a dar lo mejor de sí.
Tal vez hoy, cuatro décadas después, una forma de homenajear y devolverles la entidad a los sueños que tuvimos esos jóvenes que somos el resultado de ese 30 de octubre del ‘83, sea no mirarlos con una mirada nostálgica e indulgente. Si no actualizarlos, analizar qué hicimos bien y qué nos faltó, tratar de advertir, con grandeza y humildad qué hicimos y qué no para hacer para que se diluyera de tal forma la emoción que nos recorría todo el cuerpo cuando escuchábamos a Alfonsín contestar a la pregunta ¿por què marchamos? con el preámbulo de la Constitución Nacional. Si todavía hoy sentimos un escalofrío, si todavía hoy se nos llenan los ojos de lágrimas, estamos a tiempo.