Ha habido diferentes modelos presidenciales en la historia argentina democrática, y varios desde 1983 a la fecha. Pero nos encaminamos hacia una figura nueva: la intervención a una gestión manteniendo la cabeza formal del Ejecutivo.
Alberto Fernández no pudo desafiar un principio elemental de la política respecto de intentar conducir sin tener jefatura o liderazgo de su espacio. El lejano experimento anterior fue tan efímero como traumático: Héctor Cámpora, a quien –paradójicamente– el kirchnerismo reivindica como figura por emular.
Fernández no quiso, no supo o no pudo. O una combinación, vaya a saber en qué porcentajes, que llevó a ese armador del peronismo porteño devenido en operador de Néstor Kirchner a fracasar estrepitosamente e ir dejando poco a poco el mando, pese a conservar la principal investidura del país.
La llegada en sí misma de Sergio Massa al Gobierno nacional, pero en especial las formas, termina de diluir el escaso peso de conducción de la figura presidencial, que había arrancado un gabinete donde mezclaba a los incondicionales de toda la vida, los allegados, los que podía considerar suyos, los de Cristina y alguno que otro massista.
Pero con un par de tuits, sendas cartas y dos o tres actos, la vicepresidenta le fue bajando de a uno a quienes consideraban al Presidente como jefe. Alberto comenzó a perder el poder cuando se disciplinó a los dictados epistolares de Cristina.
La líder tuvo la virtud literaria de expresar un concepto que comparten muchos: “funcionarios que no funcionan”. El concepto es compartido por importantes dirigentes oficialistas y opositores, muchos de ellos en las antípodas de la vice.
En el schiarettismo, donde se hace todos los días una profesión de fe anti-K, suscriben esa idea de que los funcionarios nacionales en general, y los de Alberto en particular, son cuanto menos ineficientes. Partidas presupuestas subejecutadas en plena crisis; expedientes menores sin resolver; dilaciones por encima de la lógica de la burocracia del Estado; falta de respuestas a cuestiones bien específicas son una constante en varias áreas del Gobierno nacional.
Varios funcionarios cordobeses que viajan seguido a la ciudad de Buenos Aires coinciden en que la inacción en la mayoría de los estamentos del Gobierno nacional es tan grave como la crisis política y la económica.
No es casual que lo poco que hace el presidente Fernández sean inauguraciones que no superan el par de cuadras de pavimento, como si fuese un intendente de una ciudad chica. Es que Fernández es una rara especie que no fue siquiera intendente de una ciudad chica antes de ser presidente.
¿Última chance?
El triunvirato de los ¿socios fundadores? del Frente de Todos, que se formó con la salida de Martín Guzmán y la aceleración de la crisis financiera-económica, no pasó ni el mes de prueba.
La salida fue una virtual intervención con la incorporación de Massa, que llega con avales de los sectores a los que el kirchnerismo es más refractario: Estados Unidos, sectores de la industria pesada, banqueros, agroexportadores, corporaciones de medios.
Queda claro que Fernández deja el último jirón de poder que le quedaba. Lo que resta saber es qué harán Cristina y sus seguidores con sus banderas discursivas.
Pero el principal interrogante que plantea la intervención de Massa, personaje camaleónico como pocos en la política argentina, es si es la “bala de plata” de una gestión que tiene enfrente un año y medio de mandato.
Dicho en otros términos, si salta el fusible Massa, ¿qué opciones le quedarán al Frente de Todos para garantizar la gobernabilidad?