Daniela Cardone confesó detalles sobre su vida y la de su hija, Brenda Gandini. La modelo y actriz contó que estaba de siete meses cuando su marido la abandonó y lo hizo por la empleada que trabajaba en su casa.
En 1982 fue cuando se casó con Carlos Gandini, quien murió víctima de un cáncer en mayo de este año a la edad de 69. Un fanático del automovilismo y dueño, entre tantas propiedades, de la disco Zakoga, la más popular del Sur en los ‘80. “Lo hice sin saber que iniciaría uno de los tormentos más agobiantes de mi vida”, anticipó. “Sí, fue a los 19... ¿Podés creer? Ay... ¡Esa costumbre muy argentina de cargarse responsabilidades tan prematuramente, pero era otra Daniela”, manifestó la madre de Brenda.
Tiempo después quedó embarazada, una noticia celebrada hasta el séptimo mes, “cuando fui abandonada”. Cada vez eran más frecuentes y “más inexplicables” las desapariciones de un marido “evasivo”. Cardone pasaba días sin recibir noticias de él.
Finalmente, Carlos fue claro: “En este estado no te quiero ni a vos ni al bebé que llevás ahí”, le dijo. La necesidad de respuestas la llevó hacia una verdad insospechada: “Él era depresivo. Y sus depresiones resultaban fatales. Estaba muy medicado, muy. ¡Y nunca lo supe! Jamás”, revela.
El 8 de agosto de 1984 nació Brenda Daniela, “tan rubia que creí que me la habían cambiado”, cuenta. Él estuvo en el parto, “aunque tan impresionado y panicoso que debía ser asistido cada cinco minutos”, recuerda Cardone. Estaba muy cerca de descubrir un hecho que aniquilaría cualquier posibilidad de revinculación entre ellos: “Carlos me dejó por la empleada de casa, la misma que me había ayudado con las tareas y cuidados durante todo el embarazo”, relata. “Al tiempo se casaron y tuvieron un hijo”.
El susto por los reiterados acosos de Gandini se convirtió en hastío. “Se me aparecía en casa y en todos lados, solo para hostigarme. Sentí que me volvería loca”, confiesa Daniela. Razón urgente que se sumó a la necesidad de una mejora económica para tomar la determinación de apartarse del Sur. “Dejé a Brenda al cuidado de mamá, en Valcheta, junté mis ahorros y viajé Buenos Aires para explorar la chance de un futuro. Me instalé en el Hotel República con la tarjetita que me había dado Teté (Coustarot, 72) alguna vez que la atendí en el aeropuerto diciéndome: ´Vas a ir a ver a Roberto Giordano a esta dirección´”, cuenta. Mientras, fue promotora, “y ganaba lo suficiente como para alquilarme un departamentito y planear traer a mi hija conmigo”. Por esas cosas de la vida “y del deseo”, Daniela conoció a Nina Blanchard, mítica descubridora de talentos, y pronto viajó a Los Ángeles, donde fue recibida en Wilhelmina, una de las agencias más reconocidas a nivel mundial. Pero horas después el llamado de su madre apuñalaría lo que pudo haber sido “un carrerón” internacional.
“¡Daniela, tenés que volver ya!”, gritaba María Inés del otro lado de la línea y del Continente. “Carlos y su mamá se aparecieron en casa, se llevaron a Brenda y te iniciaron un juicio por la tenencia”, concluyó. “Así comenzó mi calvario. Ni a una prostituta le arrebatan un hijo del modo en que lo hicieron conmigo. Debía firmar un papel para que me autorizaran verla y así, asegurarse de que no la secuestraría. Fue indignante”, recuerda.
“Pero Gandini era un tipo de plata y su familia había comprado a la Justicia”. Otra vez en Buenos Aires, “lo que podía ganar era para letrados”, dice. “Brenda viajaba solita cada fin de semana, con el cartelito típico que se le cuelga a los chicos y cuidada por mis excompañeros de aerolínea. ¡Pobrecita! Sufría con las turbulencias... Será por eso que hoy le tiene terror a los aviones. Fue muy duro para las dos”, cuenta. “Hasta que un día mamá me dijo: `¡Basta de abogados! Cuando la nena cumpla sus 18 va a elegir vivir con vos’. Así fue. Durante todos esos años me ocupé de crear el escenario perfecto para que se acomodase aquí. Cuando llegó tenía todo hecho”.
Fueron años de “versiones distorsionadas y comentarios de odio”, cuenta Daniela. “Después de todo, mi hija sabe lo que luché por las dos y, principalmente, por su futuro”. Hace poco más de un año, la propia Brenda admitió: “Yo no entendía por qué mamá no podía estar en casa, pero hoy pienso: ´Qué bueno que no quedó encerrada conmigo e hizo lo que quiso´”. Y luego de reconocerse agradecida por la familia en la que creció, sumó: “La dinámica por momentos me resultaba difícil de llevar. En ese momento tenés muchos mambos y te guardás un montón de cosas. Con el tiempo tuve charlas sinceras con mamá al reencontrarnos de grande. Pero a la distancia me resultó muy bueno haber vivido esa historia”. Y es así. “Hay cosas que se hablan al crecer”, asegura Cardone. “Nada de lo que transitamos logró resentir nuestra relación. Ninguna madre es perfecta y hoy todo está saldado entre nosotras”.
Junior, el segundo hijo de Daniela Cardone
Daniela Cardona redescubriría la maternidad diez años después, con el nacimiento de Junior, como llama a Rolando Pisanú (28), hijo que tuvo de su matrimonio con el reconocido y homónimo cirujano plástico. “Él me encontró como una luchadora más entrenada, más resuelta en cuestión de madurez y en vivencias del amor. Entonces fue más fácil ser mamá. Hasta la distancia era digerida de forma distinta”, reflexiona, teniendo en cuenta la presencia del “gran padrazo” que es Pisanú. “Junior fue mi compañero de andanzas en cada proyecto, principalmente durante mi tiempo en España”, país que la adoptó como figura en el año 2000 a través de ciclos como El botones Sacarino, Academia de baile Gloria, el mítico Crónicas marcianas y La isla de los famoS.O.S. “Hasta hemos participado juntos en Generaciones cruzadas (2014), un reality chileno de padres e hijos que nos obligó a un encierro de tres meses”, cuenta.
Hoy, Junior (“un gran señor”, como lo describe) cursa la carrera de Dirección de Cine y elige el bajo perfil en camino actoral. En televisión supo ser parte de los elencos de 100 días para enamorarse (Telefe), Divina, en tu corazón (Televisa) y la tira chilena Queridos hijos. Sobre las tablas protagonizó obras como Orgullo (junto a Leticia Brédice y Claribel Medina), entre otras del circuito independiente que, en alguna oportunidad, le valieron un premio ACE como revelación masculina. “Es mi Antonito Banderas, así le digo por sus pestañas divinas. El típico hombrecito que mima, protege y me acepta sin cuestionamientos”, concluye mamá.
Con Pisanú vivió “un amor maravilloso, el más grande de mi vida”, confirma. Un idilio finalmente quebrado por el único dolor que podría abatir a una madre. “A Rolando y a mí nos separó la muerte de Stefano, nuestro tercer hijo”, cuenta. “Uno de esos hechos de la vida que te desconectan o te unen para siempre”. Fue en 1995, un año después del nacimiento de Junior. “Mi pena era tan inmensa que, juro, sentí que moriría con él. Llegó antes de tiempo, en el sexto mes de embarazo, y estuvo internado porque aún sus pulmoncitos no se habían desarrollado. Al día siguiente hizo un parito cardíaco y se fue. Él es mi ángel, sí. Yo sé que Stefano es mi ángel personal”, relata. “No lo entendía. No había forma de que pudiese aceptar lo que había pasado. Asumir que perdiste un hijo lleva mucho tiempo... Y entonces, caí. Estuve deprimida durante un año”, recuerda.
“No podía dejar la cama. Lloraba, leía, lloraba y leía. La lectura era lo único que distraía mis pensamientos. Todo me resultaba imposible”, cuenta. “Mamá me acariciaba y me decía: ´Tranquila, Daniela. Ya vas a reaccionar. La vida continúa y tenés dos hijitos que te reclaman y necesitan. Así fui reintegrándome a la vida, muy de a poquito. Entendiendo que si estacionás por mucho tiempo, te quedás”. El trabajo fue la cuerda de rescate, porque según dice “nunca creí en la terapia”. A duras penas y por insistencia de Pisanú, llegó al diván de Jorge Bucay (73). Pero después de esa primera y última sesión de su historia, “me dijo: ´Esto no es para vos´”, recuerda. “Tengo la habilidad de resolver mis propios temas sin la ayuda de nadie. Además de ser muy pensante y analítica, mi terapia es el ´hacer´. Necesito ocuparme, dedicarme a algo. Hacer y hacer. Hablo sola, me pregunto y me respondo. Y así es que voy sanando, aunque la gente me mire raro por la calle”, relata. “Bueno, che... ¡Algo de locura hay que tener para estar viva!”.