Dice nuestro colaborador, el destacado historiador Luis Alberto Romero, que la “democracia” incluye formas y tipos diferentes: “Una distinción útil separa las democracias republicanas liberales y las democracias autoritarias de líder”. La primera se plasmó en la Constitución, pero sigue Romero que desde 1989 fue deslizándose la segunda. Gráficamente señala que ambas formas son como dos carriles de una autopista: se puede pasar de uno a otro gradualmente y también se puede retornar al primero. Eso aspiramos que ocurra cuando decimos recuperar la República.
La República es ante todo el gobierno de la Ley, no de las personas. Es una forma institucional cuya médula es la división e independencia de los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial; es el control mutuo de esos poderes. La República es el Estado de Derecho, por oposición al estado de hecho, al gobierno personal y autoritario.
Quizá la mejor demostración de hasta dónde ha llegado el gobierno nacional en el desprecio de la República, sea la expresión de la Presidenta “a ‘Nosotros’ nadie nos marca la cancha”. La expresión “marcar la cancha” proviene del lenguaje futbolero y es más que elocuente; significa “poner condiciones, establecer reglas”. Lo que la Presidenta ha dicho, entonces, “nosotros” vamos a gobernar sin condiciones y vamos a establecer las reglas que nos convengan en cada ocasión. Vamos a gobernar discrecional, o arbitrariamente, para eso tenemos el poder, o más precisamente para eso “tengo el poder”. Si a estas expresiones agregamos otras como “bautismo de fuego del Partido Judicial”, en descalificación brutal a la independencia al menos de alguna parte del Poder Judicial, se puede concluir que pocas veces en nuestra historia se ha atropellado tan crudamente la letra y el espíritu de la Constitución Nacional.
Además, las expresiones y los hechos que se vienen sucediendo tienen otra connotación muy preocupante. Desde el inicio de sus gobiernos el kirchnerismo aplicó uno de los principios o características esenciales del populismo: la división de la sociedad en dos partes enfrentadas. A “Ellos”, el enemigo, sean los “poderes concentrados”, la “prensa monopólica”, “la oligarquía ganadera”, siempre despreciables, a los que hay que someter y en lo posible destruir. “Nosotros” somos la encarnación del “pueblo virtuoso”. Somos lo bueno y lo digno; los que vamos rescatar a ese pueblo del engaño y de las garras del mal, que son “ellos”. La Presidenta ha ido agudizando esa dialéctica, perversa y peligrosa, llevándola a extremos temerosos luego de la muerte del fiscal Alberto Nisman. Expresiones de agravio y desprecio, por caso, para quienes harían la manifestación del 18F: a “ellos les dejamos el silencio (...) nosotros nos quedamos con la alegría”, dichas en momento que una parte de la sociedad marchaba para rendir homenaje al fiscal muerto en circunstancias aún no aclaradas.
En realidad, hay que decirlo con toda claridad y firmeza: la Presidenta hace tiempo que ha dejado de ser la “Presidenta de la Nación Argentina”, como reza el artículo 87 de la CN. Se ha convertido en la jefa de una facción, cada día más fanatizada, cargada de odios y gozando de los beneficios del manejo de los dineros públicos, y de los malhabidos, groseramente exhibidos.
Debe decirse, también, que para producir este derrumbe del sistema institucional de la Constitución, en particular de la República y del Federalismo, se ha contado con la complicidad de una mayoría obediente y obsecuente en el Congreso Nacional. Mayoría circunstancial, como lo son todas en la democracia, que el segundo período de gobierno de Cristina Fernández sólo ha cumplido la función de refrendar, sin debate ni análisis serios, los proyectos requeridos por el Poder Ejecutivo.
Si a estos factores institucionales se suman un personalismo desmesurado y un culto de la personalidad estaliniano, no se puede concluir de otro modo que afirmando que la gran tarea del próximo gobierno será recuperar la República.