Algunas enraizadas en costumbres milenarias, otras de contenido religioso, las más, simples rituales asociados con supercherías o caprichos del momento, la llegada del nuevo año suele venir acompañada, según el lugar donde se encuentre, de algunas rarezas y no pocas curiosidades.
Y como muestra, un botón: en las zonas rurales de Rumania, en estas horas en que el almanaque quema su última hoja, las muchachas solteras suelen caminar hacia un pozo de agua, encender una vela y mirar en el espejo de agua. Allí, dicen, se refleja el rostro de su futuro esposo. Acá en Mendoza, se hacía con un fuentón de agua...
Están los que esperan las 12 en punto parados sobre el pie derecho, para seguir así todo el año; los que además cargan un bolso o mochila y dan una vuelta completa a la mesa para viajar.
Con más fama, el ritual de las 12 uvas que se colocan en un pequeño frutero delante de cada comensal en la cena de año viejo (España). Doce segundos antes de la medianoche, con cada campanada, se comen una a una las uvas mientras se "visualiza" todo lo que se desea alcanzar en el año que se inicia.
Hay otros ritos más extraños y de cuya eficacia no se puede dar pruebas. En algunos países latinoamericanos suelen usar ropa interior amarilla, en casi todo el mundo rosa, y otros suben y bajan escaleras tan rápido como pueden...
Eso no es todo, se suele recibir el año nuevo con dinero dentro de los zapatos pues, según dicen, trae prosperidad económica. También favorece al progreso personal poner un anillo de oro en la copa de espumante.
Los amantes de los símbolos, en cambio, encienden velas y piden deseos. Las azules traen la paz; las amarillas, abundancia; las velas rojas simbolizan la pasión; las verdes, salud; y las naranjas, inteligencia, aunque no conviene prenderlas todas juntas, porque se rechazan.
Como se supone estos rituales, risibles en muchos casos, son apenas una sombra deformada de las ceremonias que los antiguos pergeñaron cuando descubrieron los ciclos de la vida.
Más tarde o más temprano todos los pueblos repararon en que las estaciones solares se repetían y al frío sucedía el calor y los cultivos volvían a crecer.
Hace 4.000 años los babilonios decidieron que esta reinstauración del ciclo vital bien merecía una celebración. Ellos instituyeron, vaya a saber por qué, que esta festividad debía durar 11 días. Seguramente fueron los mejores finales de año de la historia de la humanidad.
Pero sería el emperador Julio César el que decretaría que el mes dedicado a Jano (de donde proviene enero) sería el primero del año, por lo tanto ubicaría el festejo en el primer día de ese primer mes. Cuando se adoptó el calendario gregoriano la fiesta de año nuevo comenzó a festejarse el mismo día en todo Occidente.
Es sabido que tanto babilonios como romanos parecían comulgar con el credo del popular cantante Alberto Castillo: “Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”. Desde entonces hasta hoy, estos tres deseos se apersonan cuando las copas hacen chin chin.
Cada país asocia este pasaje, pagano por cierto, con la pagana costumbre de comer y beber. Sin embargo, sigue sorprendiendo ciertos ritos difíciles de asociar con las tradiciones.
En Alemania desafían al destino mediante una ceremonia que denominan bleiglessen, que consiste en develar el futuro con una barra de plomo que se funde hasta hacerse líquida.
Las gotas plateadas se vierten en un vaso cuando despunta el alba. El plomo líquido se solidifica y alcanza formas extrañas en las que es posible -aseguran- predecir el mañana.
Más divertida -y peligrosa- es la costumbre escocesa de lanzar, a la medianoche, un barril con pasto ardiendo calle abajo. Este fuego permite “abrir el paso” para el año nuevo.
Entre las muchas ceremonias, sin embargo, quién no se queda con la del rito Umbanda que en todo Brasil se tributa a Lemanjá, la diosa del mar.
Miles de fieles y curiosos lanzan al mar, desde la costa, sus barquitos de madera con flores, una vela encendida, y los despiden con cantos y bailes y mucha esperanza.
Algunos rezan, todos celebran. Así, la primera noche del nuevo año nace iluminada por una lluvia de estrellas que descansan sobre la mansa cresta de las olas.