Mis amigos son unos atorrantes”, canta Joan Manuel Serrat. Y, cuando lo hace, siempre tiene en mente a una cofradía muy particular que se daba cita en la Buenos Aires del tránsito entre los años 80 y 90. El epicentro de aquel universo de bohemia era el caserón de San Telmo de la familia Caloi, un lugar de puertas abiertas donde nunca se acababa el vino y desfilaba gente como Quino, Fontanarrosa, Jaime Torres, Alejandro Dolina, Crist, Alfredo Casero, César Luis Menotti, el propio Serrat y un sinfín de historietistas, artistas, músicos y periodistas. El Negro Caloi oficiaba de anfitrión y las cosas pasaban: sesiones de cine de autor (mucho Leonardo Favio), tertulias politizadas y chicanas futboleras. Una madrugada, el Nano Serrat tomó la guitarra y le mostró a un cohibido Dolina que le había puesto música a su texto sobre las pibas de Flores. Desde una esquina, Caloi observaba la escena con una copa de tinto en la mano y su proverbial media sonrisa. “Una sonrisa gardeliana”, recuerda su hijo Tute, que heredó su pasión y su oficio. Un día como hoy, diez años atrás, se despedía el Negro, uno de los más grandes artistas del humor gráfico argentino. Nacido Carlos Loiseau, al final de la primavera de 1948, a lo largo de su carrera logró descifrar un misterio al alcance de pocos, el de ser un creador de culto y tremendamente popular a la vez. A comienzos de los años 70 dio vida a Bartolo, un motorman de tranvía cuya extraña mascota, un pájaro sin alas llamado Clemente, acabaría convirtiéndose en uno de los personajes icónicos de la Argentina del siglo XX. En paralelo, durante más de cuatro décadas, deleitó a varias generaciones con viñetas de altísimos vuelos que funcionaron como “antenas” de nuestra sociedad y sus metamorfosis. Salú, Negro.
Se acaba de cumplir una década del adiós de uno de los grandes del humor gráfico argentino, un tipo irrepetible en torno del cual se reunió una cofradía de personajes que van desde Quino y Fontanarrosa hasta Alejandro Dolina, Alfredo Casero y César Luis Menotti.
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