“Así eran los días”, la columna de Cristina Bajo

Mi hermano Eduardo acomodaba los troncos y yo me encargaba de encender el primer fuego de la mañana con astillas de coco y hojas de diario.

“Así eran los días”, la columna de Cristina Bajo
Cristina Bajo, escritora y columnista de la revista Rumbos.

El día comenzaba muy temprano si era invierno, pues debíamos levantarnos con papá, que partía a trabajar a lugares bastante alejados y casi siempre por caminos de tierra. En Cabana hacía frío a esa hora, pero desde la noche anterior dejábamos las estufas a leña con brasas y troncos grandes sobre ellas y también en la cocina económica.

Mi hermano Eduardo acomodaba los troncos bajo la pileta y yo me encargaba de encender el primer fuego de la mañana, con astillas de coco y hojas de diario, a lo que iría agregándole leña más consistente.

Mamá se quedaba en cama, pues todavía criaba a mi hermano Pedro y Eugenia era muy chica: Ramiro y Nenúfar aún no habían nacido. Cuando los menores crecieron, era mamá quien nos mandaba al colegio -tiritando y con unos ponchos que papá nos trajo de Tulumba-, después de servirnos unas costeletas a la plancha, una ensalada de achicoria y huevo duro y un vaso de leche caliente endulzado con miel.

Como estábamos medio pupilos en el colegio de las monjas de Unquillo, almorzábamos allí. Una de las cosas que más nos gustaba era que, después de la clase de la mañana y antes de sentarnos a la mesa, íbamos con una de las hermanas a recoger huevos del corral, donde había patos. Allí encontré una gatita a la que llamé Moniña.

“Detestábamos los huevos de pato pero, en general, entre lo que mamá nos obligaba a comer y lo que las monjas nos daban, crecimos estoicos.”

Detestábamos los huevos de pato porque tenían un sabor diferente, pero en general, entre lo que mamá nos obligaba a comer -aunque no nos gustara- y lo que las monjas nos daban, crecimos estoicos.

Eso sí, sabiendo, porque mamá nos instruía en ello, las cualidades, vitaminas, minerales y otras historias de la comida, el aliciente para que aceptáramos sin chistar: los lácteos fortalecían los huesos, y si nos caíamos de los árboles nunca nos íbamos a quebrar; el hígado en paté casero enriquecía la sangre, las naranjas no permitían que nos refriáramos en invierno, las manzanas nos volvían más inteligentes.

Y todo venía avalado en un libro de origen alemán, recién aparecido –eran los años 40- para subsanar la mala alimentación durante la II Guerra y la falta de recursos que dejó aquel conflicto.

Hacíamos los deberes todos juntos, y a la hora del mate cocido, los más grandes ayudábamos a poner la mesa, cortar el pan, lavar las tazas, ordenar las sillas y limpiar las manos de los más chicos.

“Yo era más alta y fuerte que los chicos de mi edad, y más de una vez tuve que cambiar pañales a mis hermanos y hacerlos dormir.”

Todo eso, a pesar de que mi padre pagaba la pensión de medio pupilos. ¿Que diría hoy un espectador? Seguramente que éramos esclavizados, pero nunca nos sentimos así. Igual pasaba en casa, debido a que yo era más alta y fuerte que los chicos de mi edad, y más de una vez tuve que cambiar pañales a mis hermanos, hacerlos dormir o darles de comer en la boca.

Siempre lo consideré algo natural, que debía hacer para ayudar a mi madre y por amor a mis hermanos. Eduardo, que no era muy alto, pero sí fuerte, solía hachar leña en casa y en el colegio, cavar zanjas en ambas huertas, subirse a los árboles para bajar frutas y sacar agua del pozo si hacía falta.

Jamás nos quejamos: es más, estábamos orgullosos de ser lo bastante mayores para que se nos dieran esas tareas. Creo que eso nos dio confianza en nosotros mismos, nos capacitó para aceptar retos de adultos y afianzó el cariño que nos tenemos hasta el día de hoy, a pesar de que nuestras ideas e intereses son bastante diferentes. Y eso es lo que se llama, en el mejor sentido, hermandad.

Sugerencias: 1) Juntemos las fotos familiares y aclaremos atrás de quienes son y el año en que fueron tomadas; 2) No confiemos solo en los celulares; el papel ha demostrado que puede atravesar los siglos; 3) Mantengámonos unidos como hermanos, que no nos separen ni la política ni otras personas: el tiempo pasa rápido.

* Escritora y columnista de la revista Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.

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