Como emoción psicobiológica, el miedo es una reacción de protección fundamental para la adaptación y supervivencia, que compartimos con los animales y depende –en gran parte– de una estructura cerebral llamada amígdala. En los seres humanos, la historia personal y los procesos socioculturales juegan también un papel importante, complejizando el desarrollo de los miedos. Así, histórica y filogenéticamente, hemos pasado de reaccionar ante miedos que implicaban la lucha por la supervivencia (ataque de animales, por ejemplo) a reaccionar por miedos cotidianos no determinantes para nuestra existencia (volar en avión).
El miedo se presenta como una perturbación angustiosa del ánimo, y nos pone en estado de alerta para huir, atacar –o bien paralizarnos– en situaciones que representen un peligro real o imaginario.
No tememos a lo que desconocemos, sino a aquello que conocemos pero no podemos precisar o controlar y, por lo tanto, vivimos como amenazante.
Está presente desde que somos pequeños y nos permite muchos aprendizajes. Uno de los miedos más significativos en la infancia es el temor a la oscuridad y la separación de las figuras de apego, donde el “no ver” y la distancia con el otro representan vivencias de lo extraño para el niño en crecimiento. Psicoanalistas como Luciano Lutereau desarrollan de manera clara cómo la elaboración de estos primeros miedos es parte de la adquisición de la capacidad de amar, al posibilitar el “pensarse como un ser singular”.
Los adultos también experimentamos miedos: a veces nos desbordan, otras tratamos de negarlos. ¿Nos animamos a sentirlos? En ocasiones nos resulta difícil conectar con esta emoción y terminamos sumergiéndonos en un círculo vicioso donde el miedo se convierte en nuestro persecutor.
El psicólogo Giorgio Nardone plantea que “el miedo (como patología) es un monstruo inventado por nosotros que luego nos espanta y persigue”. Agrego: creemos que viene exclusivamente desde afuera, que es extraño, que no lo reconocemos (tememos al otro, a las críticas, al aislamiento, a no saber). Entonces probamos técnicas para superar esto que sentimos como obstáculos, pero sin profundizar en la pregunta, en el sentir, en nuestra trama de vida (pasado, presente y proyecciones). Dice Lutereau que “el miedo objetiva, pone objetos a los que temer”.
“El miedo, como patología, es un monstruo inventado por nosotros que luego nos espanta y persigue”, dice el psicólogo Giorgio Nardone.
Desde este posicionamiento y corriendo el foco de eso puntual a lo que tememos, vale la siguiente pregunta: ¿a qué le tenemos miedo profundamente? A lo que se nos presenta como incontrolable. A las posibilidades. No soportamos la indeterminación porque es fuente de posibilidades y ante esto, intentamos controlar el temor mediante especulaciones.
No tememos a lo que desconocemos, sino a aquello que conocemos pero no podemos precisar o controlar y, por lo tanto, vivimos como amenazante. El miedo se nos presenta como ausencia de seguridad, afectando nuestro cuerpo y mente.
Al atravesar cierto umbral, el miedo nos bloquea nuestra potencia de actuar. Una vez más, la palabra, la elaboración y la significación pueden ser herramientas para legitimar el miedo, darle el espacio necesario y reapropiarnos de nuestra existencia. El miedo debe volverse un aliado, convertirse en “prudencia”. Debemos encontrarnos con esta emoción, validarla y darle su cauce, buscando ayuda terapéutica si es necesario.
*Lic. Prof. en Psicología - Oncativo, Córdoba. nataliaferrero@gmail.com Contenido exclusivo para revista Rumbos.