A veces, en las columnas que escribo en la revista Rumbos, me presento como cinéfilo. Pura impostura. Si me preguntan cuál es mi película favorita de toda la historia no dudo un microsegundo: Karate Kid. Para qué me voy a hacer el profundo soltando alguna de Kurosawa, Bergman o Bertolucci, si el mayor placer cinematográfico de mi humilde existencia lo obtuve con las aventuras de Daniel-San y el imperturbable señor Miyagi. Recuerdo aquella tarde como si la estuviera viendo ahora. Un sábado plomizo de otoño, en el cine del barrio (hace tiempo transmutó en templo evangelista), las calles tapizadas de hojas. Llegamos temprano a la matiné y nos instalamos once pibes, compañeros del cole y algún primo colado, en una misma fila de butacas de cuerina desgajadas. La sala olía a humedad y a panchos. En la primera función nos pasaron Las 36 cámaras del templo Shaolín, una bizarreada-kung fú-clase B-genial. En el intervalo salimos como poseídos para evitar la cola en el buffet y volvimos a nuestros asientos razonablemente abastecidos de maní con chocolate. Empezó el Karate Kid y todo lo que recuerdo es que cualquier idea acerca de la vida que pudiera haber tenido hasta ese momento se redujo a una solo certeza: no hay nada mejor que las artes marciales. En el momento en que Daniel hace la “grulla”, el instante preciso en que su empeine impacta en el rostro del rubio de Cobra Kai, pegamos un salto y gritamos un “¡seeeee!” que se debe haber escuchado a kilómetros. Felices, volvimos pateando pilas de hojas secas y haciendo ruidos de trompeta con las cajas vacías de maní con chocolate.
Como tantos niños de los 80 me sentí inmediatamente interpelado por Cobra Kai, la serie que acaba de estrenar Netflix, que recupera la mitología de la película, en un relato que te engancha como un reencuentro con compañeros de la primaria. Daniel LaRusso, nuestro viejo héroe, es un exitoso vendedor de autos, mientras que su rubio adversario de la secundaria se convirtió en un perdedor de manual, que todavía no supera el trauma de aquella pelea perdida. Son capítulos cortos, que se devoran como Sugus masticables. La serie es divertida, autoparódica, cero condescendiente, irónicamente pop. El otro día vi que es uno de los contenidos más vistos de Netflix en toda Latinoamérica. No me extraña.