Existen en nuestro sur unas famosas termas que pocos conocemos aunque, por siglos, nuestros indígenas acudían a sus aguas curativas. Y hace poco, unos amigos que anduvieron paseando por allí me trajeron un folleto turístico, donde encontré no solo recetas regionales y animales desconocidos para el resto de la Argentina, sino también leyendas.
A partir de una de ellas armé este relato, que contiene todas las cosas que buscamos en estas historias: magia y un vínculo de amor. Cuenta el relato que en el principio de los tiempos, cuando América no tenía nombre, volvía un día atravesando los Andes desde Chile, en medio de una borrasca, nuestro personaje: un cacique mapuche al que llamaban Copahue, quien se vio separado del resto de sus hombres, mientras circulaban por una región desconocida de la cordillera, debido a una tormenta de tierra que todo lo oscureció.
El joven había sido herido en medio de un alud de piedras que lo dejó casi sin fuerzas. Gracias a que caía la noche en un atardecer nublado, vio brillar sobre una montaña una fogata que iluminaba un toldo. Con gran esmero trepó hasta la cima y encontró a una joven sentada frente al fuego.
–Me llamo Pirepillán –dijo ella al verlo, y curó amablemente sus heridas, advirtiéndole que él, como si le relatara un cuento, se convertiría en el más importante cacique de los mapuches a ambos lados de la cordillera, pero que esto lo llevaría probablemente a la muerte, aunque su nombre nunca sería olvidado. Y una vez curado, y habiendo descansado un largo rato, le ordenó seguir viaje. El joven no deseaba irse pero obedeció, sin saber que aquella mujer era nada menos que la hija preferida de los dioses de los Andes o, como a ella le gustaba ser llamada, la Señora de la Nieve.
Poco después, Copahue se convirtió en el más poderoso de los caciques, temido por todas las tribus de la región. No volvió a saber de ella por mucho tiempo, hasta que un día se enteró de que, vencida por dos entes malignos (un tigre de los Andes y un cóndor de dos cabezas) estaba atrapada en los altos del cerro Domuyo.
Aunque los machis de su pueblo lo desaconsejaron, Copahue decidió partir para liberarla, y una vez que llegó a la montaña, comenzó a escalar... El cerro intentó rechazarlo provocando terribles avalanchas. Entonces, él pidió ayuda al Gran Nguenechen, Padre de todos los Dioses, quien lo elevó en un suspiro hasta la boca de la cueva; pero antes de que pudiera entrar a salvar a su amor, lo atacó el enorme puma ayudado por el cóndor. Por suerte, con su cuchillo de pedernal, consiguió matar a ambos y liberar a su amada de aquel embrujo.
Los jóvenes se abrazaron y ella le mostró el tan codiciado tesoro del cerro, advirtiéndole que no lo tocara, pues le traería mala suerte: la montaña era su dueña. Copahue y Pirepillán regresaron al pueblo de él, donde gobernaron durante años, aunque la tribu nunca la aceptó y cuando los vecinos los atacaron, la tomaron prisionera para matarla.
Desesperada, Pirepillán llamó al amado, quien había muerto en la batalla, lo que enfureció tanto a los mapuches vencidos como a los vencedores, que la lancearon, derramando su sangre, la cual, para sorpresa de todos, era transparente como agua pero ardiente como fuego, y los exterminó.
Al pasar de los años, en el lugar en que murieron los amantes, los jóvenes de ambas tribus iban a dejar ofrendas, arrojando a las aguas humeantes guijarros con sus nombres entrelazados. Aguas que con los siglos fueron reconocidas como curativas.
Sugerencias:1) Estudiar a los pueblos araucanos a ambos lados de los Andes; 2) Los barros termales curan el acné y la psoriasis; 3) Y las aguas, el estrés.