Desde chica me interesó la historia, influenciada seguramente por mis padres, pero no fue hace tanto que descubrí otra forma de contar la historia, y esta forma no hacía hincapié en la épica, sino en la vida cotidiana. Y hace poco, una de mis amigas historiadoras, Ana María Martínez, me acercó un estudio sobre la vida cotidiana de las tres instituciones educativas cordobesas de mayor antigüedad; entre ellas, nuestro ponderado Monserrat.
En cuanto comencé el libro de Carolina García Montaño, me llamó la atención la preocupación de los jesuitas por el uso que hacían los estudiantes del tiempo que, como dice la autora, seguramente fue tomado de la vida comunitaria de los monasterios: el día se distribuía entre las prácticas piadosas, el recogimiento religioso, el estudio comunitario y los momentos de ocio.
La jornada de clases se dividía en mañana y tarde, en tanto que durante cierta época del año, los estudiantes se levantaban a las 5:30 y se acostaban a las 9:30 de la noche.
El ocio se consideraba malsano para los estudiantes, pero la recreación era admitida siempre (y esto es textual) “que no anden vagueando por la casa.”
Las horas o días de descanso eran la retribución de la tarea realizada y posiblemente tuviera que ver con la música –los jesuitas eran famosos por sus coros– y con su biblioteca, dada la diversidad y cantidad de libros que contenía.
Esto me trajo a la memoria el relato de un viajero inglés que pasó por Córdoba en 1840, que venía atraído justamente por la fama de esta biblioteca. En sus memorias, cuenta el horror que sintió cuando, durante los enfrentamientos entre unitarios y federales, encontró a los soldados del general Oribe usando las hojas de los libros para calentar el agua del mate.
Volviendo al S. XVIII, los domingos o días de festividades solían llevar a los jóvenes en caminatas por las márgenes del río Suquía, por los aledaños de la ciudad o a la casa –hoy histórica– de Saldán, prestada por su dueño para que veraneara alguna orden religiosa o para que se repusieran sus enfermos, ya que las aguas de aquel río tenían fama de ser muy curativas.
La Quinta Santa Ana –entre Alberdi y Alto Alberdi– era un hermoso aunque pequeño lugar donde podían descansar tanto profesores como alumnos enfermizos o que vivían lejos de sus familias.
“A la hora de la muerte, estudiantes y profesores eran sepultados en terreno sagrado, recibiendo el alivio que reclamaba la fe de entonces.”
Con respecto a la comida, no hay registros puntuales, pero se sabe que había “días de carne”, que tenían huertas donde cultivaban zapallo, calabaza, trigo, cebada, ajíes y choclo, y variedad de frutales. Por el P. Peramás consta que solían comer platos típicos criollos, como el locro, la humita y la carbonada. Con respecto a los postres, la autora nombra frutas y dulces frutales.
¿Qué pasaba con la salud? La Botica de la Compañía era famosa en Córdoba por estar muy bien surtida de remedios; y a su vez, la Orden contaba con excelentes médicos y enfermeros entrenados, que atendían tanto a esclavos como a estudiantes, a otros religiosos y a ciudadanos comunes.
A la hora de la muerte, tanto estudiantes como profesores eran sepultados en terreno sagrado y recibían el alivio que la fe de entonces reclamaba en oraciones y misas. La autora señala lo valorable que se consideraba pertenecer a la Compañía también en la muerte.
Sugerencias: Leer Vida cotidiana en tres instituciones educativas cordobesas: Convictorio de Monserrat, Seminario Conciliar de Loreto y Casa de Niñas Huérfanas (1767-1897), escrito por la profesora Carolina García Montaño; 2) Visitar el colegio, uno de los más antiguos y famosos establecimientos educativos de la América Hispana.
* Cristina Bajo es escritora y columnista de la revista Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.