Entre mayo y julio tenemos las fechas más significativas de nuestra historia, así que escribiré sobre la cocina criolla, puesto que locro y empanadas, ambrosía y humita estarán al día en muchos de nuestros hogares, en locales de comida al paso y en restaurants: si hay algo que nos une son estos sabores que reviven en las fiestas patrias, que salen a relucir cuando queremos agasajar a un amigo, a un extranjero. Además de la tradición, estos platos traen de yapa la cordialidad que nos distingue.
La cocina criolla es una especie de tejido donde han intervenido muchas manos, dejando marcas que podrían representar la federalidad y el mestizaje de un pueblo.
Imaginemos a los españoles recién llegados, con las provisiones acabadas, teniendo que encontrar sustento en un territorio que parecía de maravillas comestibles. Sin embargo, sabemos por memorias y cartas, que temían que las carnes de animales desconocidos fueran ponzoñosas, y que más dudas les planteaban los frutos tentadores.
Se sabe que observaron, imitaron y cambiaron ideas con los nativos, que sucumbieron a sabores nuevos y que pronto estuvieron sembrando, cosechando y produciendo lo más añorado: trigo para el pan, vides para el vino, olivos para el aceite.
Mientras esperaban la cosecha se fueron adaptando a los productos nativos: maíz, papa, zapallo, tomate, mandioca y los frutos para hacer los pocos dulces que se conocían por aquí: el arrope de piquillín, de chañar y de tuna. Así, casi sin querer, comenzaron a mezclar el fruto de las semillas traídas de España con los de acá y nació la cocina mestiza, que se amplió cuando llegaron los esclavos africanos, quienes contribuyeron con el uso de especias y distintos tipos de cocción.
A mi entender, las empanadas son las reinas del comer criollo: están en los recetarios de todas las provincias y cada cual con su toque ideal: picantes o dulces, con huevo picado o sin, con pasas, con papa o con cebolla de verdeo.
Luego viene el locro y la humita, que en casi todas las provincias en que viví, que fueron varias, se servían desde el 1º de mayo hasta el Día del Santo Patrono, en las cuadreras del 25 de Mayo o del 20 de Junio, y después del desfile del 9 de Julio, en placitas, en clubes, en el colegio rural y hasta en la comisaría.
El locro, que nos congrega con la cordialidad de la amistad –la palabra cordial nos remite al corazón, órgano caprichoso y sensible al que se le da por amar a desconocidos o amigos, amantes o parientes, bichos o lugares, patrias elegidas y patrias adoptivas, a Dios con distintos nombres, a libros y plantas y a cuanto se le cruce por el camino– nos congrega, decíamos, alrededor de una mesa sin lujo, pero alegre, donde se escucha hablan de fraternidad.
Pero entre la tabla rústica y la mesa de caoba, el mantel de lienzo o el de hilo, todo el espectro de nuestra sociedad se sienta a su alrededor, pues la comida nos une en un rito que es necesario: las viejas recetas nos recuerdan la infancia o a cuando las cosas parecían andar bien.
Mejor no olvidar, porque despatriarnos comienza por el olvido de nuestros vocablos, costumbres, próceres, pequeñas cosas que van despoblando el camino del ser para convertirse en el del desconocer.
Locro, leche asada, arrope, huevos quimbos, humita, asado con cuero, empanadas, charquicán mendocino, mazamorra, ancua, chanfaina, batatitas en almíbar o nueces confitadas, dulce de mamón de nuestras tierras selváticas, carbonada, frasco de “limoncito sutil”, queso de pata, pan con chicharrón y tantas cosas que nuestra cocina tiene para ofrecer.
Sugerencias: 1) Juntemos recetas de las provincias que visitemos; 2) Hagamos un cuadernillo con las platos familiares.
* Escritora y columnista de la revista Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.