A mediados de los años cuarenta del siglo pasado, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, Vito Corleone recibe una oferta para sumar la venta de estupefacientes a los negocios non sanctos de su familia, una de las principales en la mafia neoyorquina. Hombre de otro tiempo, Don Vito decide correrse de lo que considera un negocio ‘’sucio’'. Pero alguien está decidido a hacerlo capitular o bien correrlo del medio, y pronto la familia Corleone se verá atacada por todos los flancos. Así comienza El Padrino, una verdadera odisea cinematográfica de casi tres horas de duración que en 1972 revivió la ca-rrera de Marlon Brando, recuperó a un alicaído estudio Paramount y puso el nombre de un joven cineasta en boca de todos: Francis Ford Coppola.
Como el ficticio pero inolvidable capo de la familia Corleone, tanto Coppola como el autor de la novela en que se basó el film, Mario Puzo, fueron víctimas de ofertas que no podían rechazar. El compromiso de los ideales y la negociación con el poder, los grandes temas de la saga, están presentes también en la vida real de sus hacedores. Puzo era autor de dos novelas casi desconocidas, hijo de inmigrantes italianos; en su segunda novela La mamma había abrevado en la historia de su propia madre, que había criado a sus hijos tratando de evitar que se metieran en los oscuros negocios de la Pequeña Italia neoyorquina. El editor le recomendó, si quería levantar las ventas, que cambiara el foco y pusiera a esas malas compañías en el rol protagónico. Así fue como nació la historia de los Corleone, que Puzo siempre sostuvo haber inventado de principio a fin, basándose en lecturas periodísticas. Sin embargo, se ganó el respeto de los verdaderos malandras de la city neoyorquina, que se veían humanizados y hasta con algo de glamour en la voluminosa novela. Publicada en 1969, El Padrino se disparó rápidamente al número 1 de las listas de best sellers.
Pero poco antes de la publicación, un Puzo acosado por deudas de juego había vendido los derechos cinematográficos del libro por apenas 12.500 dólares. El comprador, Paramount, recién empezó a interesarse de verdad al ver las ventas del libro. A medida que se agigantaban, el proyecto pasó de un filme de bajo presupuesto a uno de mayor escala, hasta convertirse en la gran apuesta del estudio para el año 1971: la idea era estrenar en diciembre, recaudar y con algo de suerte conseguir alguna nominación al Oscar.
Alguien le preguntó a Puzo en quién pensaba para encarnar a Vito Corleone, y el escritor respondió sin dudar: Marlon Brando. El actor tenía fama de caprichoso y hacía más de una década que no tenía un éxito de taquilla. Pero Puzo encontró un aliado en el joven realizador apuntado por el estudio.
En 1970, Francis Ford Coppola tenía cuatro películas en su haber, ninguna de las cuales había llamado mucho la atención, y había sido convocado sólo por su apellido italiano: el estudio hubiera preferido a Sergio Leone. Coppola no estaba interesado en adaptar un best seller, pero él también, como Puzo, estaba hundido en deudas por sus películas anteriores. ‘’Mi intención inicial era terminar El Padrino lo más rápido posible, salir del rojo y dedicarme al cine que quería hacer’' explicaría años después. El cine que quería hacer era atrevido, barato y callejero, en la estela de la nouvelle vague y en especial de Godard, el ídolo de los cineastas independientes de la época como Scorsese, De Palma o él mismo.
Pero El Padrino tenía algo que terminaba obsesionando a todos los que se involucraban en el proyecto. Mientras escribía el guión a cuatro manos con Puzo, Coppola se convenció de la necesidad de tratar bien el material: ahí estaba la base de lo que podía ser una buena película y no sólo entretenimiento. A medida que avanzaba, empezó a pelear por los actores, las locaciones y muchos otros detalles, para obtener más presupuesto y posibilidades. El habitualmente hosco Brando, aconsejado por su agente, aceptó hacer una ‘’prueba de cámara’' –en realidad un casting en toda regla– para convencer a los ejecutivos de que no era demasiado joven para el papel. En su casa, se rellenó las mejillas con algodón y se puso betún en el pelo para oscurecerlo. Las imágenes impresionaron a todos: Brando era Vito Corleone. El resto del elenco, insistía Coppola, debía salir del mundo teatral neoyorquino, con la adición de algunos no-actores en pequeños papeles. Lenny Montana, el grandulón que interpreta al temido Luca Brasi, había sido campeón de lucha libre y luego cobrador para una de las famiglias retratadas en el propio film.
En marzo de 1971 comenzó el rodaje en las calles de Nueva York, por pedido de Coppola para dar mayor autenticidad a las escenas. A fin de evitar que los mafiosi boicotearan el rodaje, hubo una reunión con la Liga Ítalo-Americana -fachada para los Capone y Luciano de la época- donde se convino que las palabras ‘’mafia’' y ‘’Cosa Nostra’' no fueran jamás pronunciadas en la película. En realidad, hacía tiempo que Puzo y Coppola habían decidido eliminarlas del guión. ‘’Mafia’' era un calificativo que usaban sólo los que estaban fuera del negocio: esta historia iba a ser contada desde adentro.
Para generar la química familiar entre los actores, Coppola armó un primer ensayo general en la trastienda de Patsy’s, un conocido restorán de la comunidad italoamericana. Allí un puñado de jóvenes casi desconocidos -entre ellos Al Pacino, Robert Duvall, James Caan y la hermana menor de Coppola, Talia Shire- conocieron por primera vez a Brando, que se sentó en la cabecera. A pedido de Francis, Talia se encargó ella misma de servir la comida. En pocos minutos se había creado la atmósfera, y los actores rodeaban con devoción a su ídolo. Brando cuenta en sus memorias algunas de las bromas que gastaba a sus compañeros, como cuando en secreto hizo poner pesas en su camilla, para que les fuera más difícil cargarlo por las escaleras cuando traían a Don Vito del hospital.
Es una lucha
Coppola había recibido un espaldarazo justo antes de empezar el rodaje: había ganado su primer Oscar, por el guión de Patton. Pero tuvo que ganarse el respeto de la mayoría de los técnicos del estudio, que no lo conocían, y hasta soportó un par de conatos de rebelión en las primeras semanas de rodaje. El enfrentamiento más duro, que luego daría lugar a una sociedad imbatible, fue con el director de fotografía: el veterano Gordon Willis. Ambos estaban de acuerdo en que los interiores del film estuvieran menos iluminados que de costumbre, para representar las conversaciones secretas del clan (los ejecutivos se pondrían nerviosos al ver esto, ya que estaban acostumbrados a iluminar en exceso para asegurarse una buena proyección en autocines). El problema era que Coppola, influido por el cine europeo, quería que los actores improvisaran en el set, y Willis necesitaba que respetaran sus marcas para no tener que rodar demasiadas tomas de cada escena. Un día se trenzaron a gritos frente al equipo, que los miraba con aprensión. Finalmente, Coppola empezó a entrar en razones y limitó la improvisación, para evitar atrasos en el rodaje.
La principal preocupación del estudio era Pacino, que venía de ganar un premio en Broadway pero en persona no impresionaba mucho a nadie. Su primera audición, en la que quiso improvisar sus líneas, fue un desastre; lo veían petiso, tímido y paseándose por los pasillos con la vista fija en el piso, perdido en sus pensamientos. Había estado a punto de perder el papel a manos de James Caan; sólo la deserción de otro actor hizo que éste interpretara a Sonny, el violento hermano mayor, dejando libre el lugar de Michael.
El rodaje culminó en Sicilia para contar el exilio de Michael tras el asesinato de Sollozzo. Fue el bombazo final al presupuesto, que de dos millones de dólares de la época había trepado a seis. Pero, para entonces, los ejecutivos confiaban en Coppola.
Por contrato, el director tenía derecho a hacer un primer montaje en su productora y conservar el corte final si la película duraba menos de 135 minutos. Pero al mostrarlo, se hizo evidente que habían quedado fuera muchas escenas de ambiente que habían llamado la atención del estudio. Fue así que, contra toda costumbre, los productores decidieron estirar la película para mantener esas escenas. Para entonces, todos estaban convencidos de la calidad del material y se pospuso el estreno para marzo de 1972.
Pero la jugada creaba un nuevo conflicto, esta vez con los exhibidores, ya que el film tendría menos pases diarios en los cines. Para evitar que esto afectara la recaudación, Paramount decidió cambiar el esquema habitual de rondas de exhibición, por el que una película primero pasaba por salas ‘’de estreno’' para luego ir a circuitos de segunda y tercera ronda. El Padrino se estrenó en simultáneo en 400 salas de EE UU, un número por entonces nada habitual. Esto hizo que el éxito del filme se tradujera en una recaudación mucho más rápida, creando el primer blockbuster de la nueva era y convirtiendo a El Padrino en pocos meses en la película más vista de la historia, superando a Lo que el viento se llevó y La novicia rebelde. A partir de entonces, otros estudios imitarían la jugada y el récord sería quebrado por Tiburón. Claro que para 1975, Coppola ya había dirigido una secuela y obtenido aún más premios que con la original.
Lo que no es habitual es que a la recaudación se le sume tanto prestigio: prácticamente desde su estreno, El Padrino está entre los primeros lugares en las encuestas sobre mejores películas de la historia. Los cineastas, en particular, la adoran. Es que aúsn hoy, tanto la original como su secuela de 1974 parecen películas perfectas, sin error alguno. Tratando de mejorar la estimación de la tercera parte, realizada en 1989 para -otra vez- pagar deudas, Coppola estrenó el año pasado un nuevo montaje. Pero la historia ya estaba escrita, hace tiempo, y en letras de oro.