Cuando la joven Eugenia dejó España para residir en Francia, era tal su popularidad que quedó asentada en una bonita copla:
Eugenia de Montijo, qué pena, pena,
que te vayas de España, para ser reina.
Por las lises de Francia, Granada dejas
y las aguas del Darro, por las del Sena.
Eugenia de Montijo, qué pena, pena.
Se salió con la suya María Manuela.
La tal María Manuela era su madre.
Eugenia no pasó desapercibida en los salones parisinos; allí desplegó “un lujo y refinamiento desmedidos, con un ligero toque español propio de aquel tiempo en el que la Península se veía como un lugar exótico que rememoraba el Antiguo Régimen.”
Ciertos estudiosos dicen que fue ella quien diseñó el trazado de la capital francesa, convirtiéndola en esa ciudad hasta hoy inolvidable. Otros, hacen hincapié en cómo cambió los usos sociales de las clases altas y aún medias: entre otras cosas, instauró las vacaciones. Hoy nos parece raro, pero quienes siguen la serie Dowton Abbey recordarán, en los primeros episodios, al aristócrata personaje que compone Maggie Smith, asombrada cuando la madre del joven heredero -criado como un ciudadano de clase media- comenta que salen a pasear los fines de semana: para la nobleza, todo el año eran fines de semana, y para las clases trabajadoras, todos los días laborables.
Sin embargo, Eugenia nunca consiguió acercarse al pueblo, que siempre la consideró extranjera y frívola, a pesar de que dedicaba gran parte de su tiempo a mejorar el sistema de salud, la vivienda y la educación de los más necesitados.
Para 1858 entró en escena un revolucionario italiano que le arrojó una bomba cuando entraban al teatro. El artefacto provocó ocho muertos y muchos heridos, pero nada les sucedió a ellos. Orsini y sus amigos salieron heridos, pero el atentado despertó simpatía por el emperador y su esposa.
Su presencia en la sociedad internacional, su indiferencia a lo que se pensara de ella y su marcada independencia, le valieron algunos detractores, como los Bonaparte, a quienes se adjudica la frase: “Uno se acuesta con una Montijo, no se casa con ella”, olvidando el oscuro linaje de su genearca, Napoleón, que ganó un imperio por su capacidad de mando, no por su sangre azul.
En 1870 estalló la Guerra Franco-prusiana, que provocó la caída del Segundo Imperio, y Eugenia fue designada regente tras la captura de su marido. Pero París se organizó en comuna y proclamó una nueva república.
Depuesta, Eugenia se instaló en Inglaterra, en la parte rural de Camden Place, un balneario de Bath donde Jane Austen situó a varias de sus protagonistas. Allí la llamaban “La viuda de Francia”.
Luis -Napoleón III- se reunió con ella tras un breve cautiverio, pero murió poco después, en enero de 1873, dejando a Eugenia al frente de su partido y a cargo del único hijo que tuvieron, el príncipe Eugenio Luis, a quien ella preparó como si algún día fuera a reinar. Nunca llegó a eso: cayó en una guerra infame, en África, a los 23 años, contra los zulúes. La espada de su tío-abuelo Napoleón no pudo contra las lanzas de esos guerreros legendarios.
Ella nunca se puso y vistió de luto por cuarenta años, aunque con el tiempo retomó lo que más le gustaba: viajar. Era raro el año que no visitara a su familia en Madrid, en el castillo de Liria, propiedad de su sobrino, el Duque de Alba. Fue allí, al parecer por un resfrío, que la encontró la muerte el 11 de julio de 1920, a los 94 años.
Sugerencias: 1) Ver los retratos que hizo de ella Franz Winterhalter; 2) Conseguir la biografía ilustrada (1925) “Eugenia de Montijo -¡Qué pena, pena!”, de Sir William Smith, con prólogo del Duque de Alba.
* Escritora y columnista de Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.