“Huesos y calabazas”, la columna de Cristina Bajo

Al destapar la gran calabaza, un desborde de delfines, tiburones, ballenas y pejerreyes salió despedido, como en catarata, hacia el mar.

“Huesos y calabazas”, la columna de Cristina Bajo
Cristina Bajo escritora. Foto Ramiro Peryera

La leyenda de hoy la tomé, hace años, de uno de los tomos de esa colección hermosísima y llena de historias de todo tipo que es El Tesoro de la Juventud. Amaba sus ilustraciones, sus historias de tierras lejanas, sus páginas de mitos y poesía, de cuentos clásicos y leyendas. Ya tenía algo más de sesenta años cuando una querida alumna me la regaló. Este relato se refiere a las islas del Caribe y dice así:

Al principio del mundo, todo lo que se veía sobre la tierra era de piedra, y no existían ni ríos ni lagos de agua dulce. Para calmar la sed, hombres y animales debían esperar el agua que bajaba de Turey, el cielo y a veces demoraba en llegar.

Un cacique de la gran Haití, que amaba mucho a su hijo único, decidió educarlo él mismo: le enseñó la ciencia que solo los sacerdotes conocían, también a componer canciones y música, a vencer en los juegos de armas y lo adiestró en el manejo del arco. El joven se hizo famoso porque podía asestarle a una mariposa en pleno vuelo y contra el sol.

Siendo pequeño aún, le hizo probar la fruta del mamey, que era sagrada, y esto enojó a Louquo –el Gran Dios Creador– y también a los cemíes, los dioses menores.

En cuanto se hizo mozo, su padre lo envió a luchar contra otras tribus, y debido a la mala educación que le diera, el muchacho no supo respetar las jerarquías, se volvió contra él, e intentó derrotarlo.

El cacique lo venció y, llorando pero sin escuchar a fin de cuentas los ruegos de la madre, mató al ingrato, separó sus huesos y los guardó en una gran calabaza, como era la costumbre de su tribu.

Un día, lleno de remordimientos, cedió al llanto de su mujer y la llevó a ver los restos del todavía amado hijo. Al destapar la calabaza, una enorme cantidad de peces saltó de su interior, y temiendo el castigo divino, la cerraron nuevamente y la pusieron arriba de su choza.

El cacique, fascinado por lo sucedido, confesó a un amigo que tenía encerrado un mar, y podía comer pescado cuando se le antojara. El dios Louquo, que no olvidaba la profanación del fruto sagrado, decidió castigar su soberbia, así que despertó la curiosidad de cuatro hermanos quienes decidieron comprobarlo: a media noche, aprovechando que Nomun, la diosa Luna estaba oculta y se aproximaron al caney, la choza, iluminados por el vuelo de los coyuyos, que parecían flechitas encendidas.

El más fuerte de los ladrones dejó que otro trepara sobre sus hombros, el tercero trepó sobre ellos hasta el techo y el cuarto hermano esperaba para recibir el bulto.

La calabaza era tan pesada que les costó bajarla y después, llevándola sobre sus hombros, corrieron a través del monte, muertos de miedo porque sabían que estaban profanando una tumba sagrada.

Al esquivar una rama, uno de los ladrones trastabilló, los otros cayeron, la calabaza rodó, se hizo mil pedazos y brotó de ella una gran cascada de delfines, tiburones, ballenas y pejerreyes –que se volcaron al mar– junto con una catarata de agua dulce que inundó la tierra.

La humanidad murió ahogada aquella vez, pero se formaron ríos y arroyos, fuentes y lagos de agua dulce. Le leyenda dice que, por milenios, “sólo quedaron descubiertas las cumbres de las montañas, que forman nuestras islas del mar Caribe…” en espera de que una nueva familia de humanos y animales terrestres volviera a aparecer sobre ellas.

Sugerencias: Buscar en libros usados: 1) Mitologías de las estepas, de los bosques y las islas: tiene un apartado sobre América Central; 2) Cuentos Viejos, de María Leal de Noguera, de Costa Rica; 3) Todos estas historias nos enriquecen, transmitámoslas para que sigan rodando. •

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