La noche del 23 de agosto de 1572 fue, tal vez, clara y cálida, como suelen ser en París las noches de verano. El rey Carlos IX y su madre Catalina de Médici -católicos-, preocupados por la creciente influencia de los nobles protestantes, decidieron “cortar por lo sano”. En una palabra, matarlos. A la señal convenida (las campanadas desde la iglesia de Saint- Germain-l’Auxerrois), los rivales fueron expulsados del palacio del Louvre y masacrados en las calles. Nunca sabremos si Carlos y Catalina imaginaron lo que seguiría.
Encendidos por la matanza, los habitantes de París cerraron las puertas de la ciudad y salieron a la caza de protestantes en una carnicería que se extendió durante días. El tema devino en una guerra terrible... Los franceses se mataron entre sí.
La “Masacre de San Bartolomé” es un ejemplo –de tantos que guarda la Historia– de cómo la sinergia entre la ambición de algunos y los prejuicios de muchos puede producir estallidos de intolerancia que terminan en tragedia.
Quienes siempre encuentran en el “otro” la razón de todos los males, están pateando la pelota para afuera, no asumen sus propios fracasos.
¿Cómo entender la intolerancia? La intolerancia es, a la vez, una defensa y un objetivo en sí misma. Surge como una forma de expresar el rechazo al otro, cuyas intolerables diferencias son tomadas como un ataque a las propias ideas, valores y, en última instancia, a la estabilidad emocional. En distinto plano, el otro es culpable de mis sufrimientos y, en la dinámica del chivo expiatorio, permite poner en el afuera las causas del fracaso propio.
Pero, además, es vital que ese otro culpable y diferente siga siéndolo para poder, en el contraste, sostener mi autoestima. Por eso, de modo circular, se lo odia y se lo necesita, en esa trampa que supone definirme a mí mismo no por lo que soy, sino por lo que me diferencia. Este razonamiento binario es heredero del pensamiento infantil, por lo que cuanto más segmentada y regresiva sea una sociedad, mayor será su propensión a la intolerancia. Y en esa situación se encuentra la Argentina.
La intolerancia es una trampa porque a ese “enemigo” que tanto se demoniza, también se lo necesita para reafirmar la autoestima.
Nuestro país sufre desde hace décadas una suerte de movimiento pendular, en el que todos los procesos políticos de turno fueron sistemáticamente abortados y denostados por el gobierno siguiente, impidiéndose de este modo no solo la generación de políticas de Estado, sino la evolución y madurez de las líneas de pensamiento.
En un recurrente ciclo de proclamación inicial y fracaso final, la política reemplazó las ideas por enunciados que no funcionan en un proceso dialéctico, sino como elemento identificatorio (“este es K”, es “M”). El resultado: la fragmentación social, la pérdida de la noción colectiva y una arraigada intolerancia al que no es como yo.
Así nos llegó la pandemia, desnudando no solo nuestros déficits de infraestructura, sino –ante la crisis sanitaria y económica– la reiterada aparición del chivo expiatorio como fórmula excusadora, en la efímera aspiración de que el enemigo común genere unidad. Pueden ser los gobiernos anteriores, los porteños, los chinos...
La culpa la tiene el otro por diferente. Esta dispersión engañosa y deliberada de responsabilidades conduce a la multiplicación de la desconfianza, la segmentación en sectores que se rechazan mutuamente y al aumento creciente de la intolerancia. Esta combinación es mucho más que una grieta. Es, como hace 500 años en París, el fantasma de la violencia social.
*Médico psiquiatra y psicoanalista. phorvat@fibertel.com.ar Contenido exclusivo para revista Rumbos.