Para quienes no estén al tanto, Naomi Osaka es actualmente la número 2 del tenis mundial. Irrumpió como un tsunami hace algunos años con un talento precoz y descomunal y, tras soplar las 20 velitas, venció a la mítica Serena Williams en la final del Abierto de Estados Unidos de 2018. Sin que nadie pudiera explicarse el porqué, luego de alcanzar el número 1 del ránking de la WTA –un trono en el que parecía destinada a sentarse durante mucho tiempo– de pronto comenzó a derrumbarse.
Renunció a Roland Garros por razones de salud mental y fue temprana y sorprendentemente eliminada de los Juegos de Tokio por una casi ignota singlista checa. Osaka tuvo el honor de encender el “pebetero” olímpico y era la estrella más brillante de la delegación japonesa.
Hija de madre nipona y de un refugiado haitiano, Naomi está lidiando con uno de los grandes males de nuestra época: la falta de propósito. En un estupendo documental que se puede ver en Netflix, cuenta que su objetivo en el tenis era sacar a su familia de la pobreza, que se sentía un “vehículo” para que su madre no tuviera que deslomarse todos los días en tres trabajos distintos. Cuando ese objetivo se cumplió (y con creces) ya no supo más cual era el motor de sus acciones. Y, desde entonces, deambula en la búsqueda.
Reencontró, brevemente el fuego al sumarse al movimiento Black Live Matters, tras el asesinato de George Floyd, y bajo ese impulso ganó de forma aplastante su segundo US Open. Pero, luego, le volvió a rondar la oscuridad. “Está bien no estar bien”, dijo hace unos días. Visibilizar eso, en el mundo que vivimos, no deja de ser un gran propósito.