“No solo animales”, la columna de Cristina Bajo

Cuando el silencio de la noche nos rodea y mis gatos comienzan a acicalarse, me preparo una taza de café y me dedico a escribir.

“No solo animales”, la columna de Cristina Bajo
Cristina Bajo, escritora y columnista de revista "Rumbos".

Nunca he comprado una mascota, siempre he dejado que lleguen a mi puerta, entren en mi casa y se queden o desaparezcan como si estuvieran cumpliendo un mandato misterioso.

Creo que hay algo mágico en ese aparecer en nuestras vidas, quizá para cubrir una necesidad de afecto, quizá para enseñarnos algo que solo podremos entender con el paso del tiempo.

Mi última adquisición llegó en una de las, para mí, peores semanas de este año, y seguramente no es casualidad: una vecina y amiga, loca por los animales como yo, encontró cerca de casa una gatita abandonada y me la acercó. Yo, medio dormida, la acepté.

Era pequeña, blanca, con un ojo azul y el otro verde. Estaba aterrada, sucia y flaca. Le preparé su cucha en “la pieza chica” –que fuera dormitorio de mis hijos– y comencé un trabajo de comunicación, cansador pero efectivo: cada vez que maullaba, yo le hablaba a través de la puerta.

Otras veces, golpeaba la pared para que se escondiera, le cambiaba el agua, le traía comida, reponía la arena y sacudía sus mantas. Al tercer día, ya no se escondía, aunque tampoco se acercaba. Luego comencé a hablarle aunque guardara silencio y finalmente, con puertas y ventanas exteriores cerradas, comencé a dejar la habitación abierta.

En menos de una semana, este animalito esquivo y aterrado ya recorría la casa, buscaba alegremente escondites, olía mi mano, le bufaba a la perra y tiraba zarpazos a mi gato carey.

Deduje, por su comportamiento, que no conocía lo que era una tela: el primer contacto fue como tocar agua y huir, volver e investigar. Pasaron meses hasta que se atrevió a caminar sobre ella, ya que prefería dormir en el suelo o sobre madera. Ahora, con el frío, ronronea cuando se acuesta sobre un pullover viejo.

Tampoco había comido en plato: desconfiada, apartaba la comida con la patita y escapaba para devorarla.

Ha crecido en estos meses, se le mejoró el pelo y luce tan hermosa que me recuerda las leyendas universales sobre el encanto y significado de los animales enteramente blancos o enteramente negros.

Le puse Blondie, pues su belleza platinada, sus raros ojos y la soltura con que se mueve entre los dos machos –mi Pepper y Su Eminencia Gris, un gatazo sin dueño, color plomo– me recuerdan a aquellas actrices de Hollywood de los años 20, rubias hermosas y desfachatadas.

Aclaremos que Su Eminencia tiene debilidad por ella: le cede su comida por más hambre que él tenga, la deja beber su leche y la sigue dócilmente.

La compañía de los animales es importante para mí, y han adoptado la costumbre de seguirme, después de cenar, cuando vuelvo al escritorio a continuar mi trabajo. Ginger tiene su manta frente a la estufa, Blondie se acuesta sobre el escritorio, a mi lado –le gusta sentarse sobre un libro– y Pepper se acomoda sobre la biblioteca debajo de la ventana.

El silencio de la noche nos rodea. Cuando comienzan a acicalarse, me preparo una taza de café y me dedico a escribir. Mientras ellos caen lentamente en un sopor beatífico, imagino que mi memoria recrea viejas historias de convivencia entre lobos, leopardos y humanos.

En esa armonía que solo el amor incondicional de nuestras mascotas puede crear, extraño la compañía de Su Eminencia Gris, desconfiado pero aún así deseoso de integrarse a nuestra hermandad.

Sugerencias: 1) Leer Cecil, de Manuel Mujica Láinez, un libro delicioso: 3) En las nubes, de Ian McEwan: ¡Imperdible para grandes y chicos!; 3) Para los nietos: Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Ah... Y busquen la foto del autor con Platero pequeño, en sus brazos.

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