Se llamaba María del Carmen y le decían Chichina. La conocí hace más de veinticinco años a través de Clara, una dama cordobesa que había leído mis libros y los recomendaba a sus amistades. Fue un almuerzo memorable, por lo divertido, lo ameno, y porque su casa y el paisaje que la rodeaba eran de una belleza increíble.
A través de los años, junto a otras mujeres interesantes que fui conociendo, formamos un grupo de cinco amigas que nos visitábamos una a dos veces al mes, casi siempre en su casa de Malagueño, a veces en la mía, otras en Cabana o en Unquillo. De vez en cuando, almorzábamos en el centro.
Para su cumpleaños, siempre le regalé libros; ella me regalaba cosas impensables, pero prácticas. Ahora que no está, abro un armario, el cajón de la cocina, veo esos enseres que siempre me sacan de apuro y lloro.
Chichina se ha ido con más de ochenta años, y hago mía las palabras de un amigo común que –en estos tiempos de virtualidad– no conozco ni en foto y vive en Buenos Aires. Por ella, compartíamos notas, libros o cosas informales. A mi email, Diego respondió: “Con Chichina se termina una época donde la cultura, la belleza, la generosidad, eran una forma de vida sin alardes.”
Es la segunda pérdida que afronto en esta pandemia. La anterior, fue la de una amiga cuya familia estuvo relacionada con la mía desde que mi padre era joven y estudiaba en el Bellas Artes. No pude verlas en todo este tiempo, no pude despedirme de ellas, no tuve tiempo de prepararme para la partida de esos amigos que son hitos en nuestras vidas.
En casa de Chichina el tiempo parecía detenido. Cuando íbamos con Rosita, debíamos cruzar una tranquera –que no veía desde que nos mudamos de las sierras a la ciudad–, y ella conducía por un camino de tierra bordeado de pircas, que amo desde mi infancia. A veces veíamos animales pastando a lo lejos.
Y luego, al acomodarnos en la galería, ante nuestra mirada se extendía un paisaje abierto, una especie de valle cortado por senderos y arboledas, algunas largamente centenarias. Entonces, Chichina nos parecía una presencia serena y atemporal.
Sentarnos en su living, rodeado de bibliotecas, verla ponerse de pie y buscar un tomo entre los cientos que allí había; comentar las novelas que leíamos, los libros de estudio de ella, que siempre usé en mis escritos, coincidir a veces políticamente –o no– y enviarnos un mensaje, cerca de la medianoche, para avisarnos que, en el cable, estaban dando una miniserie que esperábamos ansiosas.
Nuestros tés eran memorables: Rosa llevaba sándwiches riquísimos, Dora, bizcochuelo artesanal; Sonia algún “fruto” de su campito y yo mi torta galesa. Siempre llegaba un hijo, una nieta, un nieto, quizá una amiga. Afuera, no se oían bocinas ni el rumor del tránsito, sólo la brisa, el trino de un pájaro, el trote de un caballo, un ladrido lejano, el grito de un zorro.
Y entre nosotras, la paz y un indefinible estado mental que produce la compañía de sanas amistades reunidas en esos lugares que todavía quedan, lejos del mundanal ruido. Somos una generación que ha vivido gran parte del siglo XX y casi un cuarto del XXI. Hemos visto morir costumbres que parecían eternas y a la sociedad cambiar de tal forma, que recordar nuestras infancias es como leer un cuento de hadas. Por eso, ciertas pérdidas son más dolorosas: con ellos desaparece un pasado en común.
Hoy, como sugerencia, propongo no dejarnos aturdir por el encierro: recordemos llamar con frecuencia a nuestros amigos y seres queridos porque el después quizás no llegue. Amén. •