Blanco o negro. Desde un tiempo a esta parte, no hay matices. Los argentinos debatimos sobre todos los temas, sin distinciones, como si una ley nos exigiese que tomemos partido todo el tiempo. No importa si sabemos mucho o poco sobre el asunto, la mayoría de las personas fijamos postura y la defendemos sin medir las consecuencias, aunque en ese camino dejemos atrás vínculos que hasta hace unos minutos eran valiosos. Nos llevamos puesto todo.
“En la mesa no se habla de política, ni de fútbol ni de religión”, rezaba un viejo dicho que repetían las abuelas en todas las reuniones familiares. No lo hacían para elegir los temas de conversación, sino para evitar discusiones que nunca llevaban más que a grandes peleas. Una guerra sin ganadores ni vencidos, en la que todos tienen razón porque lo que se defiende es una postura que nace desde la propia mirada, vivencia e incluso, ideología.
¿Quién no se ha peleado en los últimos tiempos con algún familiar o amigo de toda la vida por tener distintos puntos de vista? Y en ese caso, ¿valió la pena dejar atrás un pasado en común sólo porque no pensamos igual sobre un tema? ¿Tenían razón, entonces, las abuelas que pedían que simplemente se evitaran algunos temas?
En muchos casos, la chispa se enciende en la cola del súper, en el banco o un consultorio médico por un turno demorado. El umbral de tolerancia es cada vez menor.
Ataques en redes sociales, familias quebradas por discusiones políticas, grupos de amigos dinamitados, el insulto fácil en la calle ante cualquier hecho menor, falta de respeto y empatía por el prójimo. Estamos cada día más intolerantes y la clave está en encontrar la forma de desandar ese camino para vivir en una sociedad mejor. ¿Podremos?
No siempre los desacuerdos tienen que ver con grandes temas existenciales o políticos. En muchos casos, la chispa se enciende en la cola del súper, en el banco o un consultorio médico por un turno demorado. El umbral de tolerancia es cada vez menor. Todos podemos tener un mal día, pero distinto es cuando el choque es constante.
“El primer síntoma de la intolerancia es la falta de respeto, que es la esencia de las relaciones humanas y de la vida en comunidad. Y está muy relacionada con el egocentrismo, la soberbia, la ausencia de valores y las carencias educacionales”, asegura la Dra. María Florencia Albornoz, coordinadora de la Residencia de Psiquiatría del Hospital Italiano de Buenos Aires.
La consecuencia más inmediata de la intolerancia –explica– es la indiferencia, la falta de solidaridad y la discriminación dirigida hacia todos aquellos que no comparten nuestras ideas o actúan de manera diferente. La violencia, que en alguno de estos casos llega a ser física, es una consecuencia más de la intolerancia, y como sociedad sabemos que está creciendo día a día”.
Sos una máquina de discutir
Bernardo Stamateas, psicólogo y autor de Calma emocional, nos aporta algunas ideas para pensar por qué vivimos discutiendo: “La poca tolerancia a la frustración nos hace vivir un desacuerdo, un obstáculo o una diferencia como algo que atenta contra el precario Yo. Entonces, se reacciona atacando o huyendo. La tolerancia a la frustración es la capacidad de resistir los obstáculos, los no, las puertas cerradas. Cuanto más inseguros somos, más se ve la opinión del otro como una agresión. Pero cuando estamos seguros de lo que creemos, podemos disentir con el otro sin agredirlo”.
Elegir las batallas
¿Cómo podemos transformar estas conductas? ¿Sumar nuestro granito de arena para un cambio que nos involucre a todos? Cuando estamos frente a una situación y sentimos que no podemos manejarla o que no contamos con los recursos emocionales necesarios, reaccionamos. El enojo, la explosión, es la respuesta. En cambio, cuando podemos serenarnos, contar hasta diez y reflexionar, la cosa cambia. Podemos elegir: resolver el inconveniente de turno bajo el impulso o la reflexión.
“La provocación es la elección de una estrategia. Quien me provoca, me invita a su batalla. Cuando caigo (porque reacciono), estoy peleando una batalla que no es propia. Entonces, aunque sea el ganador, pierdo. Jamás hay que reaccionar a la emocionalidad con la misma moneda, ni permitir que otros escojan nuestras batallas”, dice Stamateas.
Que una persona sepa dominarse a sí misma no implica que reprima emociones ni que se quede siempre callada. Al contrario, significa que aprendió a llevarse bien con la gente. Esto no la exime de tener desavenencias con los demás, pero sí la posiciona en un lugar más constructivo, donde el daño no es la opción.
“Esto es algo que muchos desconocen. El autodominio siempre trae felicidad y nos ahorra dolores de cabeza, tanto en el lugar de trabajo como en casa. Por lo general, la raíz del problema no es externa (en los demás), sino interna (en nosotros). En las discusiones, no hay que determinar quién está en lo cierto o tiene más fuerza, sino llegar a un acuerdo para resolver las diferencias. La ira suele alejarnos de la razón y nos conduce a buscar aplastar al otro”, asegura el psicólogo
La ira suele alejarnos de la razón y nos conduce a buscar aplastar al otro.
Para llevarnos bien con los demás, primero debemos desarrollar el hábito de dominarnos a nosotros mismos: ser capaces de evaluar una situación que se nos presenta y elegir la mejor opción. Se trata de evitar la agresión, ya sea en forma de palabras o de acciones.
“Debemos respetar al prójimo y sus ideas, aunque no estemos de acuerdo, para poder vivir en armonía a pesar de las diferencias”, alienta la psiquiatra Albornoz. Desde nuestro lugar en la sociedad, deberíamos procurar vínculos de respeto, empatía y compasión”.
Puertas adentro
En la familia, el enojo sólo logra colocar al otro en la posición de tener que elegir entre dos únicas reacciones: obedecer con resentimiento o redoblar la apuesta. “Los enfrentamientos familiares esconden el deseo de competir o una desilusión muy grande. Entonces, lo que tenemos que revisar es si en esta familia los miembros compiten o tienen alguna expectativa que no se cumplió. Para resolver cualquier tema, hay que estar dispuesto a hablar limpiamente”, dice el psicólogo Bernardo Stamateas. “Cuando alguien nos molesta con su accionar o sus palabras, deberíamos decirle con tranquilidad cómo nos sentimos”.