Esta nota, como otras anteriores, va dedicada a lectores que preguntan sobre el oficio de escribir.
El diálogo, como sabemos, es lo que dicen los personajes, pero tienen que decirlo con naturalidad, evitando el lenguaje acartonado. A veces deben actuar mientras hablan, y si permanecen sentados o quietos, debemos dar algún dato sobre el entorno: si están en una galería, agreguemos el sonido del viento en el jardín, el ladrido de un perro; si es en una sala, por la ventana llegará la risa de los niños.
El diálogo tiene que ser vivaz y oportuno, adecuado al tipo psicológico y cultural al que pertenecen los que hablan, y es un error creer que tiene que ser una fiel reproducción del lenguaje coloquial: con frecuencia, la conversación adolece de excesiva familiaridad y digresiones que aburren.
Si son varios en escena, es mejor que todos digan alguna frase, salvo que uno sea huraño y, en este caso, aclararlo o –mejor aún– pintarlo de modo que el lector capte su forma de ser. Si los personajes son solo dos, no es bueno que hable uno solo durante varias páginas, aunque Sándor Márai lo hizo –y muy bien– en El último encuentro. En fin, con una pregunta corta bastará para demostrar que el otro sigue allí.
Cuidado con las escenas muy dialogadas, que pueden parecer una pieza de teatro, por lo que se usan solo en casos especiales. Iris Murdoch, en Un hombre, si acaso, se lució en esto.
El mayor reto se presenta cuando los personajes deben hablar una jerga especial, o con términos poco usados: “–Esta –decía el maese de campo– es tierra provechosa para granjear sinsaborias e no para medrar. Enantes se compraba un solar, cabe Santo Domingo. Agora, el caballo mejor de la plaza cuéstame sesenta pesos y sesenta sudores.” Es de Don Galaz de Buenos Aires, de Mujica Láinez, hermoso relato para quienes puedan gozar de estos términos –de 400 años atrás– pero desmoralizador para el lector común.
Otro ejemplo, de El caballista, de Clemente Cimorra: “Chalaúras de la juventú”; “Te voy a oseá las mosca”; “Ea, s´acabó er martirio. Mi cuerpo es tuyo siempre que lo cameles.”
Si son necesarios tales vocablos, que sean breves y luego, como narrador, continuemos con palabras corrientes. Si uno de los protagonistas tartamudea o cecea, escribir la frase normalmente y aclarar: “Tartamudeó Fulano...” O: “Con acento ceceoso, Zultana...”
Muchos novelistas prefieren el llamado “diálogo puro”, que es el de algunas novelas policiales o el de Hemingway: es rápido, fluido y facilita la lectura, pero el texto pierde riqueza psicológica y sensibilidad.
Un solo vocablo –“sí” o “no”, por ejemplo– tiene un distinto significado si se lo pronuncia riendo, con ironía o de manera amenazante.
Los grandes maestros de la novela trabajaron para definir lo indefinible: hacer que el lector sienta que está presente a través del diálogo y que aprecie el fluir de los sentimientos, ya por el modo en que se pronuncian las palabras o por los gestos que las subrayan. Recordemos, además, que en los diálogos se admiten los lugares comunes y términos groseros: no es el escritor quien habla, sino su creación.
Algunos autores creen en la unidad de lenguaje entre narrador y personajes. Yo prefiero que hablen lo más realistamente posible dentro de su época y su clase social. Este es mi parecer, pero cada autor debe encontrar el suyo y trabajarlo.
Sugerencias: 1) Escuchar las charlas de un bar, anotar los modismos; 3) Describir la escena; 3) El diálogo aliviana, a los ojos, la densidad del texto y facilita la lectura.
* Escritora y columnista de revista Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.