En la mitad de la noche, un bebé de meses despierta. Siente, como otras veces, una sensación algo penosa que es en parte vacío, pero también urgencia y nostalgia. Como puede, ensaya un llamado y se dispone a esperar. En imágenes sucesivas, evoca a su madre que lo toma en brazos, le habla con suavidad y lo amamanta; el recuerdo le trae una sonrisa y alivia la espera. Pero el tiempo pasa –en la oscuridad, los segundos cuentan– y el auxilio no llega: el llamado se torna, entonces, llanto y premura. Finalmente, mamá entra, lo toma en brazos, le habla con suavidad y lo amamanta.
Esta escena temprana demuestra, al menos, dos cosas: que la realidad nos impone límites desde el primer día de vida (entre la necesidad y la satisfacción siempre habrá un tiempo que tolerar) y, en segundo lugar, pero de gran importancia, que el mismo límite impulsa el desarrollo precoz de la imaginación al recrear a mamá y el alivio que vendrá.
La realidad nos impone límites desde el primer día de vida, y esos mismos límites impulsan el desarrollo precoz de la imaginación en los bebés.
Los años siguientes traerán la larga serie de restricciones exigidas por la cultura y la socialización. Desde el control de esfínteres a los modales en la mesa, pasando por prestar los juguetes, bañarse diariamente y ser buen compañero. En síntesis, todo aquello que supone la educación y que se logra a costa de atemperar el narcisismo infantil. A cambio de estas limitaciones habrá un premio mayor: ser el destinatario de la alegría y reconocimiento de sus padres.
Todos estos tironeos suelen transcurrir sin grandes estrépitos... Pero a medida que crece, el niño va tomando conciencia de lo que entiende que son sus derechos, su propia interpretación de la realidad y de lo justo, y –tarde o temprano– desde sus principios personales comenzará a dar batalla.
Con diferencia de matices, la oposición y el capricho son distintas maneras de llamar a aquello que progresivamente supondrá, en la búsqueda de su singularidad, un desafío al criterio de los padres. Nace así una larguísima serie de desacuerdos de todo tenor, que suelen terminar en la decisión parental de “poner un límite”, que con frecuencia no es más que la expresión de una negociación fracasada.
Cada familia deberá decidir qué es lo no negociable: en algunos hogares los límites pasarán por cuestiones de salud, educación o seguridad; en otros, quizá, por la religión.
Es en esta instancia cuando surgen todas las preguntas: ¿Cuál es el punto de equilibrio entre los cuidados y guía parentales, y el impulso al albedrío y autodeterminación del hijo? ¿Cuáles son las restricciones que dicta la sensatez y cuáles responden a ansiedades de los padres? ¿Cómo determinar, en cada edad y circunstancia, el grado de madurez del hijo para asumir lo que reclama? ¿Qué pasaría si no pusiéramos límites?
La mala noticia es que no hay respuestas precisas. Habrá que encontrar un anclaje: cada familia deberá decidir qué es lo no negociable: tal vez, salud, educación o seguridad; para otros, quizá, religión.
Pero en todos los casos, los padres deberán aceptar que el crecimiento del hijo los va a empujar más allá de sus convicciones y temores. Se verá que en cuestiones de límites no solo se pone a prueba la plasticidad de unos y la tolerancia a la frustración de otros. Es, en definitiva, la insalvable contradicción entre lo que los padres sueñan para sus hijos y lo que estos aspiran para para sí.
* Médico psiquiatra y psicoanalista. phorvat@fibertel.com.ar Contenido exclusivo para Rumbos.