Ecuador es pequeño, compacto. Hacés una hora en micro y cambia el paisaje, el clima, la gente, la provincia, el cantón. Podés en el mismo día ir de la selva al mar. De la sierra al bosque húmedo. Nada queda tan lejos. Por eso aunque yo estaba a más de 200 km de Guayaquil, sentía el miedo igual.
No fue hasta que salió en medios internacionales que se supo el verdadero desastre. Ahí se vio el dolor. El susto se hizo general.
En Cuenca, ciudad bella de la sierra ecuatoriana, todo es más tranquilo desde siempre. Es un pueblo-ciudad bastante particular. Limpio. Ordenado. Con la pandemia conservó sus cualidades. La gente respetó.
Pero igual en mi caso todo se puso raro: quedé sin posibilidad de generar dinero, sólo gastando. Y en un país que no se estaba haciendo cargo ni de sus muertos.
Pude salir de ahí. No estaba bien en ningún sentido. Arrimaba alguna que otra necesidad. El Estado argentino se hizo presente, me posibilitó para que comprara comida en un supermercado. Pero lo más importante: me repatrió.
Unas semanas antes de volver sé que se armó una especie de “debate” acá en Argentina por si se podía salir a correr o no. La verdad me sonó estúpido. Para mí es bastante obvio: hay que quedarse adentro.
Hay quienes verdaderamente no pueden colaborar. Está lleno de personas que no pueden quedarse en casa porque grita el hambre.
La única manera de que frene, es colaborar. Atreverse a la empatía, tal vez, por primera vez.
Valentina Mazziero - Mendocina repatriada desde Ecuador