Para graficar redundancias interpretativas, suele decirse que Francella actúa de Francella, Peretti de Peretti, o Lamothe de Lamothe.
La redundancia va más allá del personaje prototípico (en ese caso se diría que tal actor hace siempre de tal personaje, no de sí mismo), en realidad se crea una representación en búmeran: el actor gana popularidad y se desprende de él una imagen mediática basada en su prontuario actoral.
El actor es un pícaro, un galán, un manipulador, un héroe, un melancólico. Estos atributos pasan a ser propios del actor cuando la televisión le exige transparencia psíquica. Cada gesto que haga en un móvil de un programa de chimentos logrará una economía de reality show: no podemos descifrar qué siente ante una crisis matrimonial, un fracaso de taquilla o un escrache, pero sí podemos traspolar los estados emocionales de sus películas y cubrir suposiciones.
El actor anulado por lo mediático, en lo sucesivo se prestará a una sátira de su oficio: actuar que actúa.
Estado humillante y paradójico: un actor es un prestador de cuerpo, lo último que querría es representarse a sí mismo. Menos si ese actor es Adrián Suar, que no verá una disminución en esta trampa y buscará a conciencia desdibujar todo límite entre el empresario televisivo y el neurótico de comedia romántica.
La convergencia y retroalimentación de ambas representaciones son imperiosas: así como Suar en sus ficciones lidia con mujeres desajustadas e insatisfechas, así deberá lidiar en su rol gerencial con las estrellas demandantes de un canal.
Se presenta como “información exclusiva” y “de último momento” que Suar está teniendo reuniones con Mirtha, que negocia, ajusta detalles, y se desprende de él no la imagen de un ejecutivo poderoso, sino la de un malabarista de egos, alguien que irrumpe en una oficina como se ingresa al decorado de una sitcom al amparo de risas grabadas.
Suar, atolondrado necesitado de analgésicos
Suar es una autoridad disimulada en el physique du rol de hombrecillo atolondrado y necesitado de analgésicos.
Las decisiones drásticas que pueda tomar con relación al rating no tendrán una connotación sanguinaria, serán más bien las conclusiones de un gag extendido en el tiempo.
El rating, antaño una estadística que mantenía en vilo a los inversores, pasó a ser una narrativa paralela, una adictiva y morbosa en donde el oprobio de una baja medición será lo más deleitable del programa no visto.
Pero el televidente evitará identificarse con la cara del fracaso, querrá hacerlo con quien aplique la sanción: Adrián Suar.
Carambola inesperada: el programador de contenidos –verdadero responsable del fracaso– se convierte en inquisidor del rating, un justiciero de sus malas decisiones. Este psicodrama perverso se despliega a la perfección con Tinelli: la bonanza o el cataclismo oscilan minuto a minuto, a veces explícitamente en esos sketches con Suar visitando el set en carácter de supervisor.
Por eso su nula versatilidad como actor no lo perjudica, sino que encubre una dudosa gestión como director de contenidos. Mientras la imagen empresarial se refracta en la de un neurótico desbordado, las consecuencias se alivianan, la culpa se exonera, cualquier error táctico es una “situación”.
Adrián Suar nunca dejará de protagonizar comedias porque ha descubierto en ese formato una pátina de impunidad para lo que realmente hace: decidir quién y qué sale al aire y por cuánto tiempo.