Cuando su mamá quedó ciega y ya no pudo trabajar más en la viña, Natalia Anglat -quien tenía 13 años y se había criado entre viñedos-, no lo pensó demasiado: abandonó la escuela y le puso el cuerpo al trabajo.
También a los 13, cerca de allí, Julio Bustos se encaprichó con dejar el colegio y aprendió rapidísimo la labor en una viña gracias a su cuñado.
El destino los unió en Rivadavia, donde ambos nacieron y donde hoy prolongan la tarea en la finca “Los Portones” de la localidad de Los Campamentos. Una tarea que –coinciden- ya no tiene distinción de género. Más que fuerza, requiere técnica, constancia y amor por la tierra.
Julio y Natalia tienen cuatro hijos en común: Gastón, Florencia, Alejo y Fabricio. Y un nieto a cargo.
“Me encanta lo que hago y lo prefiero a otras opciones, pero, ojo, mi anhelo es que mis hijos estudien y se puedan desarrollar lejos de una finca”, aclara ella.
“Esto es lo que sabemos hacer, no nos quejamos, pero no deseo el mismo futuro para mis hijos. Ellos tienen que estudiar”, coincide, y enfatiza, Julio.
En épocas de plena cosecha se levantan a las 6 de la mañana y poco después allí están, firmes en la viña. Natalia con sus tachos y su escalerita (los racimos suelen estar altos, cuenta) y Julio con su máquina, que reemplaza la mano de obra artesanal y que llegó para quedarse.
Hasta el mediodía, prácticamente no tienen descanso. De la velocidad y eficiencia dependerá el rendimiento y por consiguiente su remuneración.
“No pierdo tiempo, salvo para hidratarme. La época de cosecha es justo la más calurosa”, relata ella, para agregar que, tras un descanso corto para almorzar y ducharse, regresan al segundo y último tramo del día.
A ese ritmo, la temporada pasada percibieron alrededor de 700 pesos diarios cada uno y este año esperaban una mejora en la paga.
“Si bien nosotros estamos conformes en la finca, por lo general siempre ha sido un trabajo mal pago y hoy, como están las cosas, se nota más que nunca”, coinciden.
Un oficio “contagioso”
Con hijos que estudian y un nieto a cargo, apenas sobreviven. “La vida en la viña es sacrificada. Desalentamos a nuestro hijo mayor pero no hubo caso. Dejó de estudiar y ahí está, cosechando y aconsejando a sus hermanos que no abandonen la universidad”, relata Julio.
Natalia vuelve a su infancia y recuerda que aprendió un poco por obligación, otro poco por mandato. Más tarde se casaron y continuaron en el mismo rumbo.
¿Hombres o mujeres? “No hay diferencias”, dicen. En la finca se desempeñan compañeras rapidísimas, incluso más eficientes que muchos trabajadores varones.
Natalia reflexiona sobre la Fiesta de la Vendimia, que representa todo un acontecimiento y que convoca a muchísima gente.
“Pero el trabajo verdadero de un agricultor –enfatiza-- muy pocos saben de qué se trata realmente”.
La máquina que todo lo puede
Julio prefiere la cosecha manual, aunque admite que la máquina fue una solución.
Explica el mecanismo de memoria y admite: “Es más rápido y más cómodo y además los trabajadores de a poco van desapareciendo”. Nada más lindo, dice, que el aroma intacto de la uva desarmada en el balde.
“Producimos mayormente malbec y algo de syrah. Eso sí, la uva siempre debe estar en su punto justo de maduración”, completa Julio.
Concluye que la cosecha, durante todo febrero, representa la coronación de un largo y tradicional proceso que tiene a Mendoza como principal referente. Y ni hablar la Fiesta de la Vendimia. “Pero la vida del agricultor -diferencia- no se agota nunca: abarca de enero a enero”.