El rol de la mujer creció de manera exponencial en los últimos años en todos los órdenes de la vida. La mujer es pilar fundamental en las familias no solo por su rol de madre, esposa y jefa de hogar sino de trabajadora, emprendedora, líder e idealista.
Sin embargo, si en algún ámbito su figura resulta ser primordial es en el comunitario. Y las pruebas están a la vista: en medio de las distintas crisis, allí están ellas con esa actitud y ternura inconmensurables recibiendo niños, adolescentes y abuelos en las instituciones destinadas a contener y brindar abrigo. “Haciendo milagros”, como suele decirse.
Imposible enumerar la gra
n cantidad de mujeres que en Mendoza ponen cuerpo y energía en pos de los que menos tienen. Aquí, el ejemplo de tres heroínas.
Ana María “Nina” Pederiva es presidenta de la asociación “Mis angelitos de Dios”, un comedor comunitario que funciona en el barrio Estación Espejo de Las Heras y que, de lunes a viernes, brinda nada menos que 615 raciones de almuerzo y mediatarde.
Romina Carrizo abrió un comedor en pandemia, en su propio terreno situado en un asentamiento de la lonja del Sol y Sierra, en Godoy Cruz, y nunca imaginó tener que alimentar a más 400 personas dos veces por semana ni involucrarse con historias terribles. Lo llamó “Niños Felices” y también tiene ropero comunitario.
Comedor, merendero y roperito Niños Felices en la lonja del Sol y Sierra, Godoy Cruz
Silvia Barbagelata, es directora de la asociación Comunidades Trinitarias Mendoza, un espacio con jardín maternal y CAE (Centro de Apoyo Educativo) que recibe desde niños a adolescentes en Rodeo de la Cruz.
Mujeres polifuncionales
“Somos cocineras, enfermeras, maestras, administradoras y luchadoras para sacar a la familia adelante”, define Nina, quien asegura que, en su entorno, las mujeres llevan la delantera. “Somos pilares fundamentales y lo compruebo todos los días cuando se acercan madres con sus hijos haciendo malabares para comer, vestirlos y atenderlos”, dice.
El comedor fue fundado por su mamá el 27 de febrero de 1992 para ayudar a familias que no tenían nada. Nina tuvo ese gran ejemplo que prolongó a lo largo de los años.
“La pobreza es terrible y es durísimo ver filas que se acercan por un plato de comida. Nunca pensé ver a familias del barrio que estaban bien, que sobrevivían dignamente”, advierte, mientras recuerda un saqueo al comedor que los obligó a empezar de nuevo reuniendo nuevamente ollas, vajilla, mecheros.
“Se trabaja a pulmón porque no tenemos máquinas industriales, procesadoras ni equipamiento de ningún tipo para alivianar la tarea. Picamos y rallamos a mano y a veces nos desespera ver que nos faltan insumos para tantas raciones. Es un trabajo inmenso”, detalla.
Las 150 familias que se traducen en 615 raciones de lunes a viernes, con almuerzo y merienda, no podrían ser albergadas sin la ayuda de instituciones como en Banco de Alimentos, el área de Contingencia y Soberanía Alimentaria.
De todos modos, Nina asegura que ya no da abasto y que a veces la invade la angustia. “Es doloroso sentir esa punzada en el corazón cuando veo llegar gente de barrios lejanos, de otros distritos. Una familia numerosa debe tomar dos micros para venir a buscar la comida. Más que un comedor somos una gran familia porque muchas mujeres llegan para desahogarse frente a situaciones muy duras como violencia de género, maltrato, pobreza, droga”, enumera.
Las historias se repiten y Nina vuelca todo su amor para aliviar el dolor. “Cinco hermanitos acaban de quedar huérfanos, su mamá era una gran colaboradora nuestra, una mujer de muy bajos recursos que fue ejemplo de madre y mujer. Cada casa es un mundo y hoy la pobreza atraviesa miles de historias”, dice.
Repite, una y otra vez, que desde que es una niña, siempre con el ejemplo vivo de su madre, entendió que la mujer es el pilar de cada hogar. La que recibe y da sentimientos de todo tipo. “Acá se comparte todo, la alegría, la tristeza, la impotencia de no poder salir adelante. Hablamos y nos apoyamos como mujeres que somos”, sostiene.
Nina les dice “mis mujeres” a las chicas que todos los días colaboran de manera desinteresada en el merendero. Porque la previa no es fácil y ni hablar del “después”, cuando hay que dejar todo limpio e impecable para encarar el día siguiente.
“Soñamos con un buen futuro para nuestros hijos, para no dejar jamás de poder brindarles un plato de comida en la mesa. No queremos que los niños tengan que salir a pedir. Para eso necesitamos trabajo, jefes y jefas de hogar que puedan ganarse genuinamente el sustento. Que haya dignidad”, expone.
“Siento tristeza, impotencia, porque hay que estar en el lugar de esa gente que se viene a parar a la puerta de un comedor. No es fácil en una Argentina donde todo es cada vez más caro, cada día cuesta más salir a flote y el comedor se llena de gente a la que muchas veces le tengo que decir que venga otro día, que me llame la semana que viene, que hoy no tengo nada”, reflexiona.
La pandemia que abrió corazones
Cuando llegó la etapa más cruda de la pandemia, Romina Carrizo, mamá de una hija y con numerosas carencias, observó cómo mucha gente, vecinos del asentamiento donde vive en Godoy Cruz, sufría a la par o peor que su familia. Y, así, ni lerda ni perezosa creó en el terreno de su casa el comedor, merendero y ropero comunitario “Niños Felices”.
“Eran épocas en que intentábamos reunir firmas para que llegara a la zona el agua potable y notábamos la pobreza en las calles, casas hechas con postes y nylon o cartón prensado. Muy terrible. No es una zona rural, pero parece. Familias enteras viviendo hacinadas, abuelos, personas con discapacidad. Fue así que nos juntamos entre familias y amigos para ver qué hacer para poder ayudar”, recuerda.
Surgieron así las ollas populares a pulmón. “Entre todos, mayoría mujeres, reuníamos cebolla, papa, fideos, condimentos, leche. Y la gente comenzó a acercarse rápidamente porque de verdad que necesitaban y siguen necesitando ayuda cada vez más”, asegura.
Más tarde idearon un ropero y el Banco de Alimentos comenzó a proveer mercadería, algo que resultó de gran ayuda. Romina reflexiona: “Una cosa es decirlo y otra verlo y vivirlo. Pero también hay que hablar de los que nos donan pañales, mercadería, ropa y zapatillas. Nos llega al corazón mucha gente bondadosa sin la cual las 400 personas que recibimos no podrían comer”.
Con una formación social muy arraigada -es licenciada en Comunicación y estudia Psicología- Silvia Barbagelata, directora de un espacio denominado Casita Trinitaria, que recibe niños y adolescentes, asegura que más allá de la vocación y de la capacitación profesional, sin empatía este tipo de misión sería imposible.
“Hoy soy docente y presidente de la asociación, empecé hace 15 años, como maestra de apoyo educativo con chicos de 6 a 14 años y me interesó esta institución por su fuerte trabajo territorial, algo que permite observar cómo impactan las situaciones en la vida de los niños. Es inevitable no involucrarse si uno tiene una mirada empática”, sostiene.
Para Silvia, no cualquier docente puede desarrollar una tarea que implica enfrentarse a historias muy duras. “Pero me enamoré de esto y, sabiendo que la docencia no está bien paga, la balanza se inclina igual hacia esta tarea”, advierte.
Eso sí, tuvo grandes referentes, como Susana Ticle, directora de CDyF N°11, en Guaymallén, que siempre tuvo una impronta colectiva y comunitaria. También Alejandra Soto, a quien conoció en el camino. “Pero día a día se suman nuevas mujeres ejemplo, como las mamás colaboradoras, la cocinera de la institución, docentes, y en general quienes pensamos que durante el tiempo que los niños permanecen acá, tienen que recibir lo mejor”, agrega.
La crisis se percibe a diario y se refleja especialmente en familias con menos oportunidades y acceso y que, por lo tanto, hacen malabares para subsistir.
“Acompañamos a esas familias y estamos abiertos a la comunidad, siempre pidiendo estrategias como donaciones y redes de apoyo más allá de la Dirección General de Escuelas y el Banco de Alimentos, que siempre están”, resume.
Silvia dice estar convencida de que no se sale de un período crítico si no es en base a la construcción colectiva. “Sin juzgar a nadie. No estamos para eso”, concluye.
Formar parte de un equipo de acompañamiento familiar implica constancia, observación, escucha atenta. “Me sostengo de otras compañeras sin las cuales no podría funcionar todo esto. Mujeres que son verdaderos censores para contemplar lo que sucede en la zona y que, tal vez, yo no puedo ver. Recibo más de lo que doy y el ejemplo es cuando se acerca una mamá que pudo salir adelante o un niño que se decidió a estudiar. Eso no tiene precio”, finaliza.