Para cientos de miles de niños en todo el mundo una pelota es el primer juguete, también el preferido, y es una de las mejores herramientas para juntarse con otros, conocer nuevas personas y hacer amigos. A menudo escuchamos que los tiempos han cambiado, pero ese sencillo esférico sigue dando batalla a las nuevas tecnologías en cada barrio, calle y familia de Mendoza. De hecho, en Las Heras se encuentra uno de sus soldados más fieles: Andrés Rosatto, de la congregación de los hermanos Maristas.
A sus 75 años, el hermano Andrés -como le dicen todos- contagia de una energía envidiable, con su sonrisa reluciente y la amabilidad que lo caracteriza. Mientras se acerca caminando, cruzando el patio del colegio marista Santa María de Belén, los chicos lo saludan a gritos mientras juegan al vóley. Claro, es el hombre que arregló esa pelota que vuela por el aire y todas las demás con las que se divierten día a día.
“Cuando paso por el barrio, los niños me vienen a saludar porque se acuerdan de que yo les arreglé la pelota y para mí es una satisfacción muy grande”, cuenta el religioso en sus primeras palabras con Los Andes. Se trata del barrio Santa Teresita, de Las Heras, donde el hermano marista comenzó a dar un taller de reparación de pelotas que ya es furor en el establecimiento y sus alrededores.
De a poco fueron llegando decenas de donaciones de vecinos y conocidos: pelotas de fútbol, vóley, básquet, futsal, chicas y grandes, viejas y más nuevas. A absolutamente todas, Andrés les hace frente con un par de jeringas, agua, aceite, hilo, agujas y el infaltable látex. “Actualmente le arreglo las pelotas a los niños del barrio y también a otros que no son de acá. Es un éxito total, porque todos tienen pelotas pinchadas”, sintetiza.
Mendoza, tierra de pelotas y espinas
“Mendoza está llena de espinas”, suelta Andrés con gracia sobre sus aliadas puntiagudas. Y no hay mal que por bien no venga: tras aprender el oficio en Uruguay y llevarlo a Paraguay y Entre Ríos, el hombre llegó a la provincia y se reencontró con su hobby. “Fui a Neuquén durante 10 años, pero se pinchaban muy pocas pelotas porque no había espinas. Hasta que llegué a Mendoza y descubrí que hay pelotas pinchadas en todas las casas”, cuenta.
Primero empezó con las del propio colegio, que tenía una pelota de fútbol, una de vóley y otra de básquet. Una de cada una para los casi 550 alumnos de primaria y secundaria. Ahora, con cerca de 50 pelotas recuperadas para la escuela y muchas más para la comunidad, Andrés comenzó a enseñarle a los jóvenes cómo reparar pelotas ellos mismos. “El director me propuso realizar un taller para enseñarle a los chicos. Pensamos que saber reparar pelotas podría ser una fuente de trabajo, además del hecho de que aprendan cosas útiles”, explica el hermano.
“Que los chicos se preocupen y movilicen por propuestas diferentes es muy bueno porque hace que también se motiven en otras tareas”, apunta Fernando Dacuña, el director del secundario del colegio Santa María Belén.
“No sabemos si logramos que todos se motiven, pero basta que algunos lo hagan para que nos llene de alegría”, completa Andrés.
A partir de este taller, los chicos se quedan tiempo extra después de clases para aprender las enseñanzas del hermano Andrés y, de paso, jugar con sus compañeros. “El gran problema que tenemos en todas las escuelas es la motivación de los chicos. Entonces, que vengan a la escuela contentos y poder darles este tipo de oportunidades está bueno porque los motiva y genera un sentido de pertenencia importante. Si los chicos están bien vinculados con la escuela, estudian mejor, se portan mejor y vienen más contentos”, analiza Dacuña.
Además, el director de secundaria explica que, en el contexto de vulnerabilidad en que se encuentra el barrio actualmente, “todavía es más importante porque hace que los chicos hagan propia la escuela”. “Nació como una escuela para el barrio, entonces necesitamos que la gente se identifique con ella, que la sientan propia y que sea un espacio donde vengan a descansar o a salir de ciertos contextos que ellos viven día a día”, explica el docente.
En el mismo sentido, Andrés resalta que “cuando los chicos están en torno a una pelota se sienten felices, y los alejamos de ya sabemos qué cosas”. Por otro lado, manifiesta que la finalidad del taller es, más allá de aprender el oficio, formarlos como personas y que encuentren su vocación. “Sobre todo la de servicio, como la que yo presto al barrio. A veces me preguntan cuánto les voy a cobrar y yo les respondo que nada, que sólo tienen que ser buenos alumnos y buenas personas”, relata el hermano.
Aprender, jugar y compartir
Con solo un tablón a la sombra de los árboles ubicados en el patio, Andrés prepara minuciosamente sus herramientas para comenzar el taller. Al lado tiene un carrito de supermercado colmado de pelotas de todo tipo, tamaño y color. En la mesa, un tarro con jeringas, un plato con agua y el látex, cubierto con una bolsa para no manchar la ropa.
Llegada la hora, un grupo de 15 chicos de quinto año se acerca al tablón y rodea a Andrés, ya dispuesto a empezar. Ellos comienzan algo dispersos, pero la pasión con la que el hermano transmite lo que sabe los va atrapando y, poco a poco, están todos concentrados en la lección.
Cada uno tiene una pelota y se reparten las tareas para identificar las pinchaduras, repararlas y terminar el trabajo. Luego vendrá otro taller para que aprendan cómo cocer los cascos.
“No es un secreto reparar, pero sí se necesita paciencia y tiempo”, insiste Andrés ante sus alumnos, que lo escuchan atentos. Uno de ellos, Uriel, afirma que no le resultó difícil y que ahora se anima a arreglar alguna pelota. Más allá de eso, confiesa: “Nos quedamos para estar y jugar con los chicos. Es lo que más me gusta, compartir y ayudar en algo a la escuela”.
Magalí, por su parte, se animó porque sus compañeros la invitaron. “Estuvo bueno”, expresa, y asegura que le recomendaría a un compañero “que venga para pasar el tiempo, para compartir un poco y hacer algo para la escuela”. Melanie y Catalina confían en que, si los talleres son interesantes y entretenidos, harían otros.
“Los chicos son un poco tímidos y les cuesta decidirse de entrada, pero cuando ven a sus compañeros y a otros grupos lo que están haciendo, se entusiasman”, concluye Andrés. “Todos los que se quedaron, están fuera del horario de clases. Eso habla de que ellos prefieren, muchas veces, estar en la escuela”, sentencia Dacuña.
Una forma de contención
Sea como sea, el taller se ha ido convirtiendo en una forma más de relacionar al barrio y sus familias con la escuela. “Esto ha sido como una especie de prueba piloto que surgió por la necesidad de los materiales, pero la verdad es que estamos entusiasmados y la escuela quiere involucrarse cada vez más con la gente del barrio”, sostiene el director de secundaria.
El hermano Andrés, mientras tanto, está dispuesto para el próximo desafío: “Me gustaría hacer otros talleres, como de cocina. Tenemos todo y está la posibilidad. El año pasado se habló también de huerta, algo que también dominamos”.
Por último, Dacuña resalta que “todas las escuelas de la provincia se las rebuscan o intentan dar oportunidades e ideas innovadoras, con más o menos recursos”. Aunque es algo “no tan visto o conocido” por las comunidades, asegura que en las escuelas de Mendoza se hace “un esfuerzo enorme para tratar de seguir conteniendo a los chicos, responder a las familias y aparte hacer lo que debemos como escuela”.