Susana Villalba (56) y su hijo Mario Salinas Villalba (18) viven en el barrio popular Las Viñas, en El Algarrobal (Las Heras). Entre la cantidad de palabras que dicen día a día o que pueden haber dicho en los últimos meses, de seguro no existen construcciones del tipo “índice de precios al consumidor” o “inflación acumulada”. Para ellos, todo se resume a una frase más simple y sin eufemismos, dicha con una mueca de resignación: “Cada vez está más caro todo, y cada vez cuesta más”.
Es martes, todavía no son las 18.30 y Susana –o Susi, como la conocen en el lugar- ya está esperando en la vereda de la esquina de calle de la Cisterna y Horneros, más precisamente en la Casa 1 de la Manzana B, también en El Algarrobal. Cada martes y jueves, a partir de las 20, el comedor Horneritos –ubicado en ese punto– entrega raciones de comidas a un creciente número de vecinos más carenciados.
Dos horas después, junto a Susi habrá esa misma noche 1.500 personas más esperando que le devuelvan su táper (que en realidad es un recipiente plástico de helado ya vacío) con salsa, y una bolsa con una ración de fideos secos, listos para ser cocinados. “Cada vez viene más gente, es algo que crece día a día. Mucha gente que antes venía a ayudar, ahora sigue ayudando con lo que puede también. Pero, además, vienen a buscar comida. Empezamos con la pandemia, en marzo de 2020, dándole de comer a 30 personas. Hoy le damos a más de 1.500″, resume la coordinadora del merendero y comedor Horneritos, Gabriela Carmona. Lo hace en una pausa entre que termina de picar cebolla –junto a otros voluntarios–, o entre paquete y paquete de galletitas dulce que corta a la mitad para que rindan para más personas.
“Tomá, Gabi. Lo iba a usar para comprar un cigarro. Pero que vaya para Efra”, interrumpe Mario,el hijo de Susana, a Gabriela, mientras ella prepara todo y habla. Son 70 pesos en tres billetes los que pasa el joven de 18 años antes de ponerse a ayudar a preparar el tuco para los fideos que entregarán más tarde. Efra es el niño, parte de la comunidad de Horneritos, que tiene 6 años, nació con parálisis cerebral y cuya familia necesita juntar dinero para viajar a Paraguay e iniciar un costoso y sofisticado tratamiento con células madre.
“Generalmente no pedimos nada, porque la gente no puede dar y, de hecho, viene a buscar acá. Pero esta vez le hemos pedido a quienes puedan que traigan un huevo, para que podamos elaborar pastas caseras, venderlas y juntar dinero para Efra”, agrega Gabi Carmona, mientras guarda el dinero. Hay otras familias y vecinos que llevan el huevo directamente.
Este viernes, la Nación da a conocer el índice de inflación actualizado y los pronósticos no son nada buenos (se estima por encima de 7%, otra vez). Por fuera de los siempre fríos números en sí, está la cruda realidad que trae aparejada la crisis económica y social. Aquella misma que se evidencia en las dos cuadras de cola que, por ejemplo, se formaron el martes pasado en las inmediaciones del comedor de El Algarrobal y que lleva a que día a día, mes a mes, cada vez haya más rostros nuevos esperando por su ración de fideos con tuco. O del plato que toque ese martes y/o jueves.
Remar cada vez más
Susana vive con su hijo y tiene una pensión por discapacidad. Llegó a Horneritos hace ya un tiempo, y aunque al comienzo lo hacía para ayudar, hoy ambos asisten también para comer lo que le den en el lugar. “Mario va a la escuela a la mañana y a la tarde ayuda en el merendero”, cuenta Susi. Además, cuando pueden –y surge la posibilidad-, madre e hijo se las rebuscan con alguna changa. “No tenemos agua en el barrio, sino que directamente tenemos que esperar a que llegue el camión. Y cuando hay, aprovecho para lavar y coser, a cambio de algo de dinero”, explica Susana. “Con la pensión y lo que pueda sacar de eso, algo puedo comer. Acá en el comedor me ayudan mucho también. Pero cada día que pasa, todo es más difícil, más caro. Y cada vez es menos lo que se gana”, agrega la mujer, quien además tiene diabetes. Mientras Mario ayuda en Horneritos, Susi es una de las primeras en la fila para esperar, primero a que se hagan las 20 y luego a que les den la ración de comida.
Y aunque no le sobra nada –más bien, le falta-, Susana aporta su huevo para Efra. “Hay que ponerse siempre en el lugar del otro”, reflexiona en voz alta.
El principal proveedor del comedor y merendero Horneritos es el Banco de Alimentos de Mendoza (cerca de 95%), mientras que el resto lo consiguen de donantes particulares. Dos veces al mes, Gabi Carmona y el resto de las voluntarias y los voluntarios van a buscar cerca de una tonelada de alimento, en la que invierten –aproximadamente- 28.000 pesos, y se suman los 4.000 pesos del flete. Al mes, destinan cerca de 70.000 pesos para abastecerse y poder darles de comer dos veces a la semana (a la cena) a casi 1.500 personas (700 de ellos son niños).
A los niños, además, se les entrega –o trata de entregar- diariamente un postre o algo de merienda. El martes pasado, por ejemplo, en Horneritos prepararon 100 kilos de postrecitos (alcanzaron para 465 potecitos). Y, además, cocinaron el tuco para repartir con los fideos utilizando 30 kilos de cebolla, 20 de zanahoria, un cajón de pimiento, 35 kilos de pollo, 96 cajas de salsa de tomate, 80 pomarolas en lata, 170 caldos, 3 kilos de sal y 80 de fideos. Estos últimos se entregaron secos –aunque con el tuco preparado aparte- para que cada familia los cocine en su casa.
En total, son 16 voluntarias y voluntarios quienes ayudan a Gabriela Carmona en Horneritos. “Lo hacen a cambio de la comida, saben que mucho más de eso no se pueden llevar. Y todos los días los encaramos pensando lo mismo: para cocinar hoy, tenemos. Para mañana, ya veremos y Dios dirá”, agrega la encargada del comedor (que funciona en su casa).
La espera que desespera
Gabi Carmona lo repite una y otra vez, pero es lo que le demuestra la realidad. “Hay un montón de gente que antes venía a ayudar y traía algo de comida, y ahora viene a buscar. También tenemos muchísima gente que ayudaba cuando podía y con lo que podía, y se ha ido del país en los últimos meses”, repasa la solidaria referente.
Son las 19:30 del martes, se acercan las 20 y la gran cantidad de gente que ya se ha juntado en la vereda lo sabe. La fila llega hasta la esquina y dobla, ocupando casi una cuadra más. “¿A qué hora dan de comer hoy?”, pregunta un niño que se asoma por la puerta de calle. “A las 20″, contesta Gabi. El niño parece no dar acuse de recibo y se queda mirando. “A las 8″, aclara la encargada. “Ok, gracias”, contesta el pequeño.
Por lo general, la espera –que se hace interminable- transcurre sin contratiempos y, mientras madres y padres conversan entre sí, la mayoría de los chicos corretea por la calle, juega entre sí y hace cosas de niños. “Hay días en que nos hemos quedado sin comida, y es horrible porque ves que en la calle la gente se empieza a pelear porque saben que no hay para todos”, cuenta Gabi Carmona, y traga saliva (no sin dificultad).
Mientras Mario Salinas Villalba ayuda en la parte de adentro del comedor, se detiene en seco y mira las zapatillas (que están bastante maltratadas). “En los últimos meses todo se ha complicado más acá. Yo me compré unas zapatillas, pero no eran buenas y se rompieron al mes. No puedo renovarlas, porque cada vez son más caras”, cuenta, y chista sin quitarle los ojos de encima al calzado.
Afuera, un grupo de madres aguarda al lado de sus cochecitos y niños. “Donde vivimos nosotros no hay ni agua, y las calles son de tierra. Hay muchos chicos con problemas respiratorios, incluso con falta de oxígeno. Va de vez en cuando el camión y llevan agua que es potable, pero cuando la dejan en los recipientes, deja de ser potable. La única forma de tomar agua buena es comprándola”, agrega Cecilia, otra vecina del barrio Las Viñas y que cada martes y jueves camina –junto a sus hijos- las casi 20 cuadras que separan el humilde barrio del comedor.
“Nos dicen que no podemos tener agua porque estamos en un asentamiento. Pero, a la vez, estamos anotados en el Registro de Barrios Populares, por lo que estamos registrados. Solo pedimos una instalación de agua, y por la que vamos a pagar. Nadie pide nada regalado”, agrega la mujer.
En esa misma fila, algunos metros más atrás, están Daniel, su hija Cecilia y los 3 hijos de ella. Hace 4 meses se mudaron al barrio las Viñas y desde hace 4 meses asisten al comedor Horneritos para poder recibir un plato de comida.
“Vivíamos en Corralitos, pero nos robaron todo (o lo poco que teníamos) 5 veces, cuando salíamos a trabajar. Entonces en enero nos vinimos para acá”, cuenta la mujer, quien se gana la vida como recicladora urbana.
¡A comer!
Algunos minutos después de las 20, comienza el pasamanos. El circuito comienza con los vecinos y las vecinas que aguardan del lado de afuera del comedor. Allí, a la altura de donde se armaron los 3 mesones de madera para repartir la comida, quienes llevan casi dos horas esperando son los primeros en pasar el recipiente de plástico vacío.
Tras pasar de mano en mano, el recipiente llega al interior del comedor (al lado de donde están las ollas gigantes en las que se cocinó el tuco –a leña-), se llena con un par de cucharadas y se devuelve a la calle, ya lleno. Luego, la misma familia que recibió el envase con tuco y la bolsa de fideos en seco, si va con un niño, pasa a buscar el vasito con el postre.
Como si fuera una maquinaria automatizada, este proceso se repite una, y otra y otra vez hasta que no queda más gente esperando. O, en el peor de los casos, hasta que se acaba la comida.
“Mayo, junio, julio y agosto son los peores meses, cuando más demanda hay. Primero, por el frío. Pero, además, porque la salida laboral acá en la zona está en los hornos ladrilleros o en una finca donde se trabaja el tomate. Y en mayo se termina la temporada de cosecha, por lo que mucha gente se queda sin ingresos”, cuenta Gabi Carmona.
El nombre de Horneritos surgió a raíz de una serie de factores que coincidieron. Primero, según cuenta Gabriela, por el mismo pajarito y el sacrificio que le implica construir su propio nido. A ello se suma, además, que es el nombre de la calle –en la zona todas las calles tienen nombres de aves- y que, antes de abrir el comedor –previo a la pandemia- Gabriela tenía una rotisería que se llamaba “El Hornero”.
“Por todo eso le pusimos ‘Horneritos’ al comedor. No quise ponerle nada referido a ‘niños felices’ o algo por el estilo, porque me sonaba que era muy de usar a los niños para lucrar”, agrega la referente.
“En el último mes no ha habido ni un día en el que no me haya levantado con la idea de cerrar todo, porque ya no da para más. Ni hablar cuando veo los gastos las facturas, el costo de la comida. Pero la situación que estamos viviendo es la misma que me hace seguir hasta donde sea que podamos. Y que sea lo que tenga ser”, concluye Gabriela Carmona, del comedor y merendero Horneritos.
Cómo ayudar al comedor
En este contexto de dificultad y donde suele ser más lo que falta que lo que sobra, siempre hay algo que se puede aportar (por mínimo que parezca)
Por ello mismo, quienes quieran y puedan colaborar con mercadería o dinero para el comedor y merendero Horneritos pueden comunicarse al 2613136783 o transferir dinero a ese teléfono vía Mercado Pago. También pueden hacerlo al alias comedor.horneritos.