“El hambre es lo más horrible que hay”. “La gente está desesperada por un plato de comida”. “Sólo le pido a Dios que no me falte la comida para mis hijas”. Tres mujeres, tres madres de familia, tres frases que reflejan la realidad de miles de mendocinos más. Graciela, Erika y Rosa, relataron a Los Andes sus historias para compartir cómo sobreviven cuando no alcanza para el sustento del día, no hay para alimentar a los niños y sólo queda una última solución: comer de la basura.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), la indigencia en Mendoza es del 6,9%. En otras palabras, unos 71.170 mendocinos no alcanzan a cubrir sus necesidades alimentarias básicas. Muchas de estas personas, que viven en el umbral entre la indigencia y la pobreza, luchan todos los días, ya no para cubrir el mínimo de necesidades energéticas y proteicas, sino para conseguir algo que al menos les haga olvidar por unas horas la sensación de hambre.
“A veces vamos al basural esperando sacar algo para la olla, pero a veces quedamos con la cara larga porque no traemos nada”, describe Rosa, con una simpatía que atenúa el lamento. Ella tiene 32 años, y desde que tenía 7 va al basural de El Borbollón, en Las Heras. Es una de las casi 500 personas que asisten todos los días para trabajar en la separación de los residuos. Sus padres también lo hacían y la llevaban con ellos, por lo que heredó la práctica, y cuando la edad se lo permitió, a los 16, comenzó a trabajar allí.
“Desde chicos empiezan a comer ahí. Yo nunca lo había hecho, pero me crie en eso”, contó sobre las primeras veces que empezó a sacar comida de la basura. Es que Rosa es madre de dos niñas –una de 5 años y otra que pronto cumplirá los 2– y resalta que todo lo que hace es por la salud y la vida de ellas: “Lo único que necesitamos es que no nos falte el plato de comida, todos los días le pido a Dios que no le falte el alimento a mis hijas”. Es que su experiencia de asistir a El Borbollón desde niña le ha dejado en claro algo: “No quisiera que mis hijos pasen por lo mismo que yo”.
Rosa intenta darle de comer a sus hijas al menos tres veces al día. “A las 12 el almuerzo, y después a las 21. Desayunan huevo o papa fritas, y un tecito o leche, que si tengo les hago. No puedo dejarlas sin comer. Si tengo, les hago algún postre, como gelatina, o les sé dar un jugo”, detalló. Gracias al merendero Los Horneritos les puede brindar leche todas las semanas, y es allí donde conoció su comida preferida: las albóndigas con salsa, que prepara Gabriela, responsable del merendero. “Es la única ayuda que yo tengo, porque acá hay otros pero que sólo ayudan a los que tienen que ayudar, a los conocidos”, advirtió.
Cuando las cosas “van más o menos” y el trabajo de la semana fue bueno, “por ahí uno se da el gusto y se compra un kilo de milanesa, o el fin de semana un asadito para compartir con la familia. Pero sino comemos normal, guiso de arroz o una sopita”, detalló Rosa. Sin embargo, no todos los días son iguales y, en ocasiones, al igual que el resto de las familias que asisten a los basurales recurren a la comida que encuentran mientras separan residuos. “Por ahí queremos sacar algo para comer y viene todo podrido, y no se puede llevar porque nos puede hacer mal. Gracias a Dios por ahí sí sacamos algo que se puede traer a la casa”, relató. En general, lo más buscado en la basura son panificados, alimentos no perecederos, bebidas, y con suerte algunos cortes de carne que todavía puede rescatarse: “Yo sé sacar pan, cuando está blandito y viene en bolsas limpias. Por ahí mercadería, cuando aparece algún paquete de fideos. Y también carne, cuando sabe venir linda, eso lo traemos”.
“El hambre es desesperante”
Erika tiene 32 años, es madre soltera de un chico de 12 años, y todos los días hace 3 kilómetros en moto hasta el basural Puente de Hierro, de Guaymallén. También heredó este trabajo de sus padres. Asegura que son cerca de 400 los trabajadores en la planta de residuos, y que “si vos laburás en el basural y estás todo el día ahí, también comés de la basura”, ya que “si te encontrás algo, te lo comés, porque el hambre es desesperante”. “Yo trabajo por las metas de mi hijo, para que no pise el basural y siga el mismo camino que yo. Con tal de que él no pise ahí, la mami va a trabajar de lo que sea para que estudie y sea lo que él quiera”, afirmó, en referencia al sueño de ser mecánico que atesora su hijo.
Para Graciela, la situación “es un desastre”. Asegura que “la gente está desesperada por un plato de comida”, y que en muchos casos “no queda otra” que comer de la basura. Con 48 años y problemas delicados de salud, no asiste personalmente al basural El Borbollón, pero sí recibe la comida que a veces le traen desde allí sus dos hijos: “Me da cosa que trabajen así y vivan de eso. Me da una tristeza por dentro... Incluso por mis hijos. Trabajan todo el día en el basural para poder traer un poco de cosas para poder hacerle de comer a los niños”.
Su amor por los más chicos la llevó, años atrás, a establecer un merendero en el que le daba de comer a 150 niños todos los días. “Ese es mi sueño, poner un comedor y darle una digna comida a las criaturas”, repitió con ilusión. Sin embargo, meses después de abrirlo debió mudarse por su salud y el merendero no volvió a abrir. Sus habilidades en la cocina le permiten variar la comida en casa, entre sopa, guiso de fideos y de arroz, “y el fin de semana puedo hacer unos tallarines”.
Aunque hace lo que puede para evitar comer de la basura, confiesa: “Si mis hijos traen una bandeja con carne del basural y tengo que hacer la comida, la hago, no me hago la delicada”. Y cuando eso pasa, hay una metodología: “La tenés que limpiar y hervir muy bien”. Entre otras cosas, describió que “a veces salen paquetes de galletas, o de yogurt, y si no están vencidos, o tiene algunos días, no más, acá la gente se los come”. Para ella, el mayor peligro lo corren los más chicos, ya que “los grandes la pueden pasar de otra manera, pero hay niños de 3, 4 y 5 años sufriendo”.
Los relatos son tres, las historias son miles, y todas se pueden resumir en el análisis de Graciela: “Hay mucha pobreza acá, mucha tristeza. Vivir con hambre es lo más horrible que hay”. Para Rosa, más que un relato, “es un peso que lo tenés para toda la vida”.