Corría el año 1973 y el mundo podía estar por caerse a pedazos, las utopías acaso se estrellaban contra el muro de lo posible y la incertidumbre, tal vez, estaba carcomiendo el ánimo con sus dientes imprecisos. Sí, todo ello podía suceder, pero también estaba la música. Siempre ha estado la música. Y 1973 fue uno de esos años en que, para la música, el planeta fue un paraíso, las quimeras se alcanzaron, la confianza o la fe nunca retrocedieron.
Para la música popular, pero también para la académica, 1973 parece un año milagroso. Que estemos a medio siglo de ese momento histórico nos permite, ahora, observar ese panorama y sopesarlo, para entender que, quizá, será difícil repetir una profusión tan excelsa de obras maestras, sobre todo en el género del rock.
Los álbumes que en distintos lugares del mundo dio a luz este género parecen haber conformado un canon tan excelso que no sería errado decir que aún hoy, medio siglo después, se está extrayendo oro de esa mina. Aún hoy, 50 años más tarde, esos discos siguen sonando tan magistrales como entonces. O incluso más, porque la perspectiva nos ayuda a valorarlos.
La primera de las obras maestras que aparece en ese catálogo virtuoso del año 73 es, claro está, uno de los discos más famosos y vendidos de todos los tiempos. Hablamos de The Dark Side of the Moon, el álbum que le sacó pasaje de eternidad a Pink Floyd, la banda inglesa que ya se había despachado con otros discos geniales, y al que le quedaría tiempo para otras genialidades más. Pero ese disco, un viaje de pulcritud sonora por temas como la fugacidad, la locura y las miserias del capitalismo, es una de esas piezas que se tutean con la perfección.
En un campo cercano, el que las etiquetas denominan “rock progresivo”; hay otras piezas magistrales, muchas de ellas también venidas de Gran Bretaña. Es imposible no mencionar, entonces, Selling England by the Pound, disco de Genesis (por ese entonces, aún, con Peter Gabriel como cantante principal), que funge como una especie de versión musical de otra obra genial del siglo XX, que es el poema La tierra baldía, de Eliot.
En ese ámbito, el del rock progresivo inglés, aparece también otra maravilla, la obra expresión más excesiva de este género: Tales from Topographic Ocean, de Yes, un disco doble, pero compuesto por apenas cuatro canciones extensísimas, cualquiera de las cuales resulta un prodigio instrumental y virtuosístico. No muy atrás, aunque en otra vertiente dentro del progresivo, King Crimson también se saltaba todas las previsiones y publicaba un álbum magistral y destinado a cambiar el rumbo del sonido: Larks’ Tongues in Aspic. Como si los grandes se hubieran puesto de acuerdo, a su vez, Emerson, Lake & Palmer también sacaban su obra maestra, Brain Salad Surgery y en Italia, unos venecianos comparados en ocasiones con el trío inglés, editaban Felona e Sorona, pieza conceptual de Le Orme, menos conocida en estas latitudes, pero que influyó notablemente al rock europeo de su tiempo.
Podríamos seguir: el heavy metal dio un paso hacia su consolidación y excelencia con Sabbath Bloody Sabbath (Black Sabbath), Paul McCartney mostró su genio fuera de Los Beatles con Band on the Run, el jovencísimo Mike Oldfield deslumbró con su Tubular Bells, los The Who perfeccionaron el concepto de ópera rock con Quadrophenia, Led Zeppelin se superó con Houses of the Holly…
Pero mientras todo ello sucedía en el primer mundo, por estos lares el rock ya se había instalado y el azar de las generaciones nos habían dado a los argentinos un músico de excepción. Un delgado artista que por entonces tenía apenas 23 años y ya había dado muestras de su maestría. Se llamaba Luis Alberto Spinetta y lo que dejó como legado a la música no tiene muchos parangones. Porque en cuestión de pocos meses, al mando del grupo Pescado Rabioso, el delgado músico de voz angelical entregó el disco doble Pescado 2 y, luego, como si esa obra maestra fuera poca cosa, editó Artaud, considerado el mejor disco de la música nacional y que aún hoy despierta admiración en oyentes de todo el mundo, cuando por la vía de la música en formato digital lo empiezan a descubrir.
Es común decir que el arte se alimenta, a veces, de cualquier cosa, incluso de los pútridos nutrientes de épocas en decadencia. Tanto es así que grandes obras artísticas de todos los tiempos han sido hijas de los peores momentos, siempre y cuando antes hubiera otras etapas que garantizaran que ese refinamiento fuese posible.
Ante la contemplación de este catálogo de maravillas de 1973, ¿qué puede decir un habitante del siglo XXI, inmerso en las crisis de un país como este y rodeado de sonidos que, quizás, se parezcan demasiado por su deformidad a ese paisaje desvariado? Quizá sólo reste ser optimista y confiar por esta vez, aun sin indicios que lo avalen, en los artistas: quizá ellos sepan hacer crecer un árbol virtuoso de esta tierra baldía. Basta con revisar aquel año de hace 50 años para creer que siempre se puede ver un rostro amigo o la luz en el lado oscuro de la luna.