Recuerdo hace muchos, muchos años, cuando el rock nacional ya era una entidad de peso, que un periodista especializado hablaba sobre la escasa tendencia de nuestro medio a rendir homenaje a sus mismos próceres musicales, los que habían cimentado el camino que ya todos estaban recorriendo. Esa reflexión surgía a partir de un hecho curioso, y es que —a diferencia de bandas inglesas o estadounidenses—, los grupos argentinos no eran capaces de ponerse de nombre el de algo relacionado con otras bandas, ni el cine argentino se fijaba en los artistas mayúsculos que tenía, ni siquiera los libros lo reflejaban cabalmente.
Tengo muy presente esa reflexión no sólo porque, para el momento (año 1989), era muy acertada, sino porque todo cambió abruptamente después. La serie El amor después del amor (Netflix), que repasa la historia de Fito Páez, no es más que una muestra de la vitalidad de ese cambio, pero también es, si se quiere, una buena oportunidad para preguntarse “cuánto tiempo más llevará” para que nuestro país dé figuras de ese relieve y tan fundamentales para la música en español.
En años de hiperinflación y menemismo recién estrenado, el rock argentino era ya una cosa seria y con historia. Se había producido en los 80 una verdadera explosión de popularidad posterior a la dictadura, luego de una década, la anterior, en la que la madurez y la calidad, con excepciones notables, no siempre produjeron fenómenos masivos. Pero con la primavera democrática llegaron los éxitos gigantescos (un disco como Rockas vivas, de Zas, se vendió como pan caliente), la exportación (con Miguel Mateos, Soda Stereo y los Enanitos Verdes como arietes), la consolidación (con Charly García y Luis Alberto Spinetta como adalides en constante renovación) y la aparición de los que marcarían el pulso del rock de alcance masivo, entre los que estaba, por supuesto, ese talento precoz nacido en Rosario y llamado Fito Páez.
Fue Fito el que, con su disco de 1992, provocó el mayor fenómeno de ventas discográficas del rock nacional, destronando a Mateos en esto: El amor después del amor terminaría vendiendo con los años más de un millón de copias. Por esos años, además, otras bandas comenzaron a mostrar una inédita capacidad de convocatoria, como la que tenían Patricio Rey y los Redonditos de Ricota.
No extrañó, por ello, que en 1993 el fenómeno tuviera su eco en el cine y por fin cambiara esa historia de desidia de las ficciones, los libros, las series y el cine para con el rock nacional. Con Tango feroz, la película estrenada ese año sobre la vida del legendario Tanguito, la música que los jóvenes escuchaban se consolidó como materia de otras artes. Cierto es que El extraño del pelo largo había sido filmada en los 70 (y justamente con Litto Nebbia, uno de los que hizo historia con Tanguito, como protagonista), pero el hecho no pasaba de un oportunismo que no alcanzaba a retratar la esencia rockera.
El éxito en 1993 de Tango feroz tomó por sorpresa a algunos, pero dio pie a una seguidilla de obras, descontando las documentales, que se vieron en distitos formatos. Así no fue raro que comenzaran a aparecer libros sobre las grandes figuras de esta música (Luca Prodan, Charly, Spinetta, Cerati) y el arte audiovisual siguiera ofreciendo incursiones en el rico mundo de nuestros próceres musicales. Por ello llegaron con los años Peperina (1995, sobre el personaje de la canción de Seru Giran, con Andrea del Boca en el protagónico), Antes (2010, con canciones de Spinetta, Él Mató a un Policía Motorizado, Fito Páez otros), Bohemia (2014, basada en un disco de Andrés Calamaro), Casi leyendas (2017, sobre un trío rockero que resulta un homenaje simpático a la música argentina): la repercusión de ellas fue irregular y el nivel artístico también, pero de lo que no cabían dudas era de que no podía ya decirse que el rock nacional no era una buena materia para la ficción o para la narración con armas de la ficción, basada en hechos reales.
La realización de una serie como El amor después del amor, y su éxito, ratifica la riqueza de nuestra historia rockera, muestra que hay allí una cantera de la que sacar cimientos para nuevas historias fascinantes. ¿No hay una riqueza inmejorable en la biografía desbordada y única de Charly García, tanto que hasta puede prestar parte de su impronta a la del propio Fito? ¿No hay materia perfecta en la de Pappo y su muerte trágica? ¿No es la de Luca una vida que puede ser “representada” y no sólo documentada? ¿No tiene la historia de Viuda e Hijas de Roque Enroll mucho que decir sobre lo que era hacer rock con faldas en los 80? ¿No hay drama, desolación, amor, pasión y música en las historias de Federico Moura, Miguel Abuelo o Gustavo Cerati? Claro que sí, todo ello es pasible de ser contado como una gran historia.
Ahora es tiempo de volver a aquella reflexión cuyo diagnóstico pronto cambió. La del periodista que veía ese potencial y descubría que no estaba aprovechado. Hoy podemos decir que el cine, la literatura, el arte en general ha aprendido a extraer las “elementales leches” (por usar una expresión de Spinetta) del rock nacional, pero la serie de Fito Páez nos muestra algo más cuando asistimos a su desarrollo si somos sus contemporáneos: la historia argentina está marcada, como en pocas otras cosas, en la nervadura de esos personajes que le pusieron música a nuestras vidas. Historias como las de esos músicos – los que nos que cantaron a quienes hoy seguimos resistiendo en una Argentina siempre inclemente y siempre irresistible– no hablan nada más que de sus aventuras, sus discos, sus éxitos, sus dramas. Hablan también de nuestras venturas, nuestras pasiones, nuestros logros, nuestros fracasos. El rock nacional, lo demuestra esta serie, sigue diciéndonos cosas importantes a quienes acompañamos ese esplendor de los 80 y los 90. O tal vez sea, simplemente que, como dice Fito en una de sus canciones: “Algo tienen estos años / que me hacen poner así”.