El año 2020 pasó “ayer”, como se dice coloquialmente. Los hechos que nos suceden a los adultos se cuentan con períodos un poco más extensos, y por eso uno o dos años hacia atrás resultan cosas más o menos recientes.
Pero muy distinta es la percepción mayoritaria para con estos años, justamente. Y todo por culpa del Covid: desde la declaración de emergencia internacional, a manos de la Organización Mundial de la Salud, pasaron tantas cosas, cambiaron tanto nuestras vidas, tantas otras se perdieron ante nuestros ojos espantados, que es imposible pensar en esto tan reciente como otras cosas que, con el mismo tiempo de antigüedad, podemos haber atestiguado.
Deberíamos, sin embargo, permitirnos marcar la fecha de hoy en el calendario con un cierto énfasis, con un color celeste, si se quiere, que apacigüe el rojo que lo marcó por tanto tiempo desde, al menos, aquel 30 de enero de 2020, cuando salió la declaración internacional.
Sucede que hoy, por el contrario, la OMS decidió suspender esa emergencia mundial: el Covid-19 existe, aún está entre nosotros, pero las naciones y sus ciudadanos han podido someterlo mediante todos los recursos que tuvieron a su disposición, manejados estos con mayor o menos acierto.
En las redacciones periodísticas (por ejemplo, en la nuestra), aquella declaración de emergencia internacional fue tal vez el primer dato fuerte que nos permitía convencernos de la gravedad del asunto. Antes de eso, en las semanas previas, las noticias que llegaban nos parecían una cuestión tan lejana como China, claro, y tan irreal como una película de zombis. Era, tal vez, una actitud poco apropiada para lo que estaba pasando, pero la cosa es que no sabíamos, y acaso no podíamos saber, lo que estaba pasando. Ni siquiera médicos o especialistas –si es que se puede decir que los había por entonces– se ponían de acuerdo o nos daban mensajes uniformes de lo terrible que estaba por venir. Algunos decían que ese tal coronavirus era una gripe más. Otros, que era el principio del Apocalipsis. No había modo de calibrar tanta disparidad de criterios, hasta que el virus llegó.
Esa declaración de emergencia que hoy se levanta fue, como decíamos, la muestra cabal de que vivíamos en un mundo globalizado, hipertecnológico, ultradominado claramente por potencias que mueven los hilos económicos y sociales, pero poblado por humanos que podían ser frágiles ante un simple “bicho” de pocas células.
Entre tantas cosas vividas, algunas (a los ojos de hoy) claramente desfasadas de lo que debió ser, muchos recordarán una frase que se repetía para insuflar ánimos a la población: “De esto saldremos más fuertes”. Suelo odiar esa clase de declaraciones con tufillo new age, pero en realidad, tras el tono de eslogan que portaba la frase, había antepasados más dignos y respetables. Puntualmente, el de los estoicos (los griegos originales y todos los que, luego, adoptaron rasgos estoicos en sus filosofías).
Creo que quienes sobrevivieron de verdad, quienes no tienen aún secuelas físicas o mentales de lo vivido o contraído por “el horror en los tiempo del Covid” son hoy, sí, más sabios. O deberían serlo, aunque la estupidez sea tan frecuente. La sabiduría es también una fortaleza y vaya si debimos aprender rápido con ese virus que parecía de fantasía pero nos dio un golpazo de realidad que aún hoy sentimos.