El gol soñado

Este relato de la serie "Cuentos mendocinos contemporáneos" tiene como protagonista a alguien obsesionado con el fútbol, en especial en tiempos de suspensión de los campeonatos.

El gol soñado
Ilustración de Gabriel Fernández.

Los que me conocen saben cuánto me gusta jugar y hablar de fútbol. Hablo tanto de los goles que hice, como de los que me perdí y de las patadas que me pegaron y algunas que también pegué yo. Por eso les pido que me crean cuando lean este relato y las circunstancias que me llevaron a contarlo.

Todo ocurrió un día sábado; había corrido viento en la noche del viernes y el patio estaba alfombrado de hojas secas que habían caído del parral. Mientras iba sacando las hojas a la calle, miraba de reojo el televisor que había ubicado en un canal de deportes para ver aunque fuera un partido repetido de cualquier equipo contra cualquier otro, pero ver algo de fútbol. El coronavirus, la cuarentena y el aislamiento obligatorio no saben del placer que origina ver o jugar un partido de fútbol, ni tampoco saben de los trastornos que produce la abstinencia.

Fue en mi segunda o tercera pasada frente al tele, con la bolsa de hojas, que vi a un flaco vestido de jugador con una camiseta que tenía en bastones verticales, toda la gama de colores de la paleta de un artista.

Este flaco “mil colores” le contaba al periodista que ese había sido el gol soñado y se lo dedicaba a su mamá, a su novia y a su abuelita que siempre lo bancó y le daba el dinero para que abordara un micro y pudiera ir a entrenar.

Volvía a repetir que ese era el gol soñado y empezó a pucherear emocionado. Yo también estaba a punto de llorar y creí que el chico era merecedor de que yo viera la repetición de su gol… Fue una jugada de tiro de esquina, despejó un defensor y este muchacho, que estaba por ahí cerca, le metió un puntinazo a la pelota que pegó en un rival y se metió en el arco. ¡¿Y ese fue el gran gol?! No podía creer que el flaco le diera tanta importancia a un gol de estas características.

Continué caminando hacia la calle con mi cargamento de hojas, decepcionado con el gol de este pibe y meditando sobre lo injusto que es este bicho maldito que no nos deja jugar ni ver fútbol. Estaba en ese estado de profunda reflexión cuando recordé un gran gol mío, que no está documentado. Por eso les pido que me crean todo lo que les cuento; trataré de ser objetivo y cuando terminen de leer van a coincidir conmigo que merece estar en la galería del “gol soñado”.

Fue un partido por el Torneo Provincial Estudiantil entre la Escuela Industrial contra un equipo del centro, cuyo nombre no recuerdo. El hecho de haber sido goleador del torneo anterior me había dado cierto prestigio, que esa tarde me jugaría en contra por la forma como me trataron los defensores rivales.

Yo puedo contar lo que pasaba en la defensa de ellos, porque lo sufrí en carne propia: cuando no me marcaba uno, me agarraba el otro, me hablaban, me provocaban, me querían sacar del partido y supongo que la defensa nuestra hacía lo mismo con los delanteros rivales.

En un momento del partido logré zafar de la marca molesta de la defensa y, teniendo en cuenta cómo se armó la jugada, por el colorido de las hinchadas que saltaban, gritaban y mostraban los trapos, y por lo que significa hacer un gol en una final, fue un golazo. Déjenme que lo califique así: fue el gol soñado.

La jugada comenzó dentro del campo nuestro, avanzó unos metros y pasó la mitad de la cancha. Lo que vino a continuación fue similar al gol que el Diego inventó frente a los ingleses. Estoy lanzado en velocidad por la banda izquierda, con una gambeta larga paso al primer rival y al segundo, freno y engancho hacia adentro y otro pasa de largo; ya estoy pisando el área grande, tiro un caño que se come el “seis”, paso la pelota de un pie al otro, una, dos, tres veces, el “dos” no sabe para dónde voy a salir, y salgo, me queda sólo el arquero.

Se siente el murmullo de las hinchadas, le tiro la pelota por un costado y la voy a buscar por el otro, el arquero no llega. Estoy frente al arco y tengo que empujarla nada más. Estoy a escasos dos metros de la línea de gol. El “seis” se recupera y viene desesperado a cubrir, amago que voy a patear y piso la pelota. El flaco pasa de largo y queda enredado en las piolas. Es un golazo: la toco despacio y la pelota va lentamente a besar la red. Entre los gritos de la gente, se siente un raro silbato. Agitado por la jugada y por la indignación, me siento decir: “¿Qué cobrás? ¿Qué cobrás, caradura?”.

Me costó entender lo que pasaba; estaba sentado en la cama, insultando a un árbitro invisible y transpirando, mientras la alarma del reloj sobre la mesita de noche indicaba que tenía que levantarme, que todo había sido un sueño.

Ese fue, sin dudas, un verdadero gol soñado.

Alberto Lovos (Mendoza, 1951). Participó en las antologías: Primavera-Microrrelatos indignados (Madrid, 2012), Expreso Literario (Ediciones Culturales Mendoza, 2015), Cuentos y poemas (Rumbos Libros, 2016) y Tarjeta roja (Editorial Huentota, 2019). Es proyectista industrial (jubilado).

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