Comenzamos el recorrido atravesando las altas temperaturas que en diciembre de 1883 se hicieron sentir en nuestra provincia y, pesar de las cuales, cierta joven citadina decidió vestirse a la moda improvisando un “polisón” para recorrer las calles mendocinas. Cabe destacar que dicho elemento consistía en una estructura interior que reemplazó al miriñaque aproximadamente en 1870. Se lo sujetaba a la cintura bajo un par de enaguas con el fin de abultar los vestidos por detrás, aunque cayendo rectos al frente. Dicha prenda otorgaba un toque de sofisticación, que la joven en cuestión no consiguió del todo.
“En un carruaje –leemos en Los Andes al respecto- sucedió ayer un percance algo serio a una muchacha que llevaba ayer un polisón más grande que la cúpula del reloj púbico.
Según las crónicas, los polisones se forman con repliegues de periódicos, bolsitas con aserrín o lana, etc.
La muchacha había sacado de su casa unos diarios muy viejos que estaban arruinados en un armario, los que sin antes abrirlos se los acomodó de polisón y salió a pasear.
No había echado de ver que los periódicos tenían un nido de ratones nacidos días antes.
Cuando se sentó en el coche el nido se deshizo, empezando los animalitos a correr en todas direcciones como buscapiés, causando alegre algazara entre las muchas personas que iban de paseo.
Ella se desmayó y se la tuvo que entrar en una botica, hasta que la cosa pasase. Cuidado con la moda del polisón la que la usan, porque pueden exponerse a un percance como el que relatamos”.
Lo cierto es que aquella moda duro algunos años más y más peligrosos que los “polisones” podían los sismos, al punto de que muchas veces atentaban contra el pudor, moviéndonos siempre dentro de los parámetros morales de la época. Así, bajo el título “Efectos del temblor en una casa de familia” leemos en Los Andes hacia 1888:
“La señora asustada por las trepidaciones violentas de la tierra salta presurosa de la cama con una criatura de pocos meses en los brazos. Con su esposo se colocan en el dintel de una puerta esperando que venga un remezón más fuerte para correr hacia la huerta.
Encontrándose también en esta posición, sale también la dueña de casa, que ocupa el otro departamento, sola. Es viuda y bastante regularona, es de la cofradía de San Benito, y según asegura ella misma, tiene horror a los hombres.
Todos los actores en paños menores y tiritando de frío. De nuevo un nuevo remezón y del departamento de la viuda se precipita un individuo en paños más que menores disparando cielo y tierra.
Los ocupantes del otro departamento se miran sorprendidos. La esposa le dice a su marido:
-Mirá!
-Miremos, le contesta este con mucha sorna.
¿Qué tal la hermana de San Benito –se pregunta la nota-, tan aficionada por fuera a odiar a los hombres y a recibirlos por dentro?”.
Más allá de denostar a personajes que se manejaban con hipocresía, el diario supo reconocer a los héroes cotidianos. El 19 de octubre de 1886, leemos:
“Al hombro – En el Departamento de Las Heras hay un prójimo de tan humanitarios sentimientos, que sin gratificación alguna, se encarga de conducir al hombro los cadáveres de todas aquellas personas que mueren en estado de indigencia.
Casi no hay día, según nos dicen varios vecinos de ese Departamento, que no se vea a dicho individuo con un cadáver a cuestas conduciéndolo al Cementerio.
Sentimos no recordar el nombre de tan humanitario prójimo, para darlo a conocer a nuestros lectores”. Dada la curiosidad que genera semejante personaje estamos en condiciones de afirmar que, 134 años más tarde, nosotros lo laméntanos aún más.
Ahora bien, entrando en el terreno lúgubre el anecdotario se multiplica. Una curiosidad ante nuestros ojos modernos es que existía en Mendoza un “inspector de muertos” encargado de certificar a cada occiso como paso previo a ser sepultado. El inconveniente era que solamente había uno para toda la ciudad y localizarlo parecía imposible. Una crónica de 1897 da cuentas de tamaña dificultad:
“Dos días insepulto – Es unánime la queja que hay contra el inspector de muertos, que con motivos de no residir en la ciudad, es difícil encontrarlo cuando se requieren sus servicios para que expida el certificado de defunción de alguna persona que haya muerto (…) El lunes ha dejado de existir en la calle Ituzaingó el individuo Aquilio Reta, el que ayer hasta las doce no había sido sepultado, pues, el inspector de muertos no había podido ser encontrado hasta ayer por la mañana.
Con frecuencia sucede que un cadáver tiene que permanecer dos, tres o más días insepulto a causa de que al funcionario aludido no se le encuentra, ni en su oficina, ni en parte alguna, de lo que resulta que no se pueden hacer diligencias para la inhumación del extinto”. Sobre el particular inspector sabemos poco, pero Don Aquilio tenía por entonces 65 años, además según el censo de 1869 era peón, soltero y analfabeto.
Lejos estamos de defender al irresponsable funcionario, pero por entonces el ser sepultado no garantizaba nada. Hacia diciembre de 1886, en plena epidemia de cólera, Los Andes daba a conocer una verdadera aberración: “Conviene que la municipalidad de Guaymallén, haga un esfuerzo de su parte por mejorar el estado en el que se encuentra dicho cementerio.
Las murallas que lo circundan están completamente destruidas, notándose grandes boquetes, por donde penetran perros, sin duda a saciar su hambre con los cadáveres que allí se sepultan”.
Esto no era todo. En algunas oportunidades los canes salvajes arrastraban restos humanos, desde el interior del camposanto, para abandonarlos en plena calle tras devorarlos en parte.
Sin duda alguna conocer estas historias resulta fascinante, pero también nos invita a valorar un poco más nuestro presente a pesar de los tiempos de pandemia y crisis económica que corren.