El ritmo de vida frenético que la mayoría de la sociedad vive en la actualidad hace que, con frecuencia, vayamos “ganando tiempo” en pequeñas acciones cotidianas del día a día. Una de ellas, por ejemplo, es el tan común y fundamental hecho de comer.
Suele suceder que desayunemos algo rápido de ida al trabajo o que comamos a toda velocidad en los recreos laborales, para ganar un poco más de tiempo que nos permita ser más productivos. O al menos eso pensamos, en el intento de sentir que mejoramos la conciliación de nuestra vida laboral y personal.
Pero lo cierto es que comer rápido puede traer consecuencias negativas para la salud, como exceso de gases, digestiones pesadas y problemas con la saciedad. Estos síntomas son cada más comunes en las personas a nivel general, y son también una problemática para tratar y corregir en pos de una mejor salud.
Varios estudios muestran relación entre la velocidad a la que comemos y los factores de riesgo cardiovascular, los niveles elevados de triglicéridos y el incremento de posibilidades de padecer síndrome metabólico (que aumentan hasta en un 59 %) o desarrollar sobrepeso y obesidad, especialmente en población diabética.
Es por todo esto, entre otras cosas, que vale la pena detenerse un poco, sentarse y disfrutar de un pausado desayuno o una tranquila comida; además de masticar despacio y prestar atención a la saciedad. También es importante conocer cuáles pueden ser las consecuencias negativas si no trabajamos en ello.
Principales consecuencias
El primer problema de comer rápido tiene que ver con la deglución excesiva de aire durante y entre las comidas, lo que se denomina como aerofagia. Puede provocar desde una leve incomodidad y sensación de pesadez e hinchazón hasta dolor y distensión abdominal.
El contenido normal de gas en el tubo digestivo cuando estamos en ayunas es de aproximadamente 200 mililitros. Si esta cantidad aumenta de forma importante, los mecanismos fisiológicos para su expulsión pueden volverse muy molestos.
Ese volumen depende del equilibrio entre la ingesta y la producción de gas y su eliminación, en forma de eructos, flatulencias o a través de su consumo por la microbiota intestinal. Además de comer rápido, pueden contribuir el consumo de chicles, el tabaquismo o las alteraciones de la microbiota.
Por otro lado, cuando comemos deprisa se reduce el tiempo de masticación y los alimentos llegan al estómago prácticamente enteros, lo que hace necesaria una mayor producción de jugos gástricos para poder digerirlos de forma adecuada.
Esto, que exige además un mayor esfuerzo metabólico, causa la molesta sensación de pesadez e indigestión que acompaña a las comidas exprés. Otro aspecto que puede verse influido si no masticamos lo suficiente es la absorción de alimentos en el intestino delgado.
La tercera consecuencia importante recae en las sensaciones de hambre y saciedad, donde entre en juego el eje intestino cerebro, es decir, el órgano responsable de enviar las señales que orquestan el proceso de digestión, por un lado, y la necesidad de buscar alimento o ayunar, por el otro.
Dos hormonas, la leptina y la grelina, regulan respectivamente la saciedad y el hambre. Una vez que vemos, olemos y comenzamos a ingerir un alimento, la primera tarda entre 20 y 30 minutos en activarse. Cuando comemos muy rápido, ingerimos cantidades que superan nuestras necesidades energéticas reales, dado que la leptina no tiene tiempo de avisarnos de que ya estamos saciados.