El primer libro de Jorge Luis Borges, titulado Fervor de Buenos Aires, cumple 100 años. Es decir, la historia del (quizás) más importante de la historia argentina, está de festejo.
El modesto volumen apareció por una editorial de escaso renombre y prácticamente nulo porvenir: Imprenta Serrantes. Hoy, de seguro, nadie recordaría ese sello si hasta sus talleres no se hubiera acercado para imprimir ese libro de 34 poemas, en 1923, un joven de 23 años que, a pesar de la corta edad, tenía un enorme caudal de lecturas en su cabeza, una ya declarada pasión por la escritura y un padre que lo ayudó a costear la edición.
La génesis del primer libro de Borges
Hoy, 100 años más tarde, vemos a ese como un momento fundamental para las letras argentinas, en principio, pero también para la literatura universal. Y es que ese joven que traía su libro titulado Fervor de Buenos Aires no era otro que Jorge Luis Borges, y con ese conjunto de poemas ya maduros aunque difícilmente anticipatorios de la gran obra que seguiría construyendo, iniciaba su singladura con su debut literario.
“El libro fue impreso en cinco días (…). Yo había pactado por una edición de 64 páginas, pero el manuscrito resultó demasiado largo y a último momento, por suerte, hubo que dejar afuera cinco poemas. El libro fue producido con espíritu un tanto juvenil. No hubo corrección de pruebas, no se incluyó un índice y las páginas no estaban numeradas. Mi hermana hizo un grabado para la tapa y se imprimieron trescientos ejemplares”, contaría después su autor.
Fuera de esa timidez aparente, Borges quería que su debut literario fuera leído. Por algo, se ha dicho, aprovechaba las reuniones sociales para dejar escondidos, en los bolsillos de los abrigos de amigos con los que compartía alguna tertulia, ejemplares de Fervor de Buenos Aires.
El amor de Borges por Buenos Aires
Ese título tan encendido de su primera obra tenía raíces, quizás, y justamente, en el desarraigo. El joven Borges había nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, y su familia lo había educado poco en el idioma castellano que décadas más tarde él mismo embellecería con sus textos. En su casa se daba un peculiar bilingüismo que se trasladaría a la lectura de un pequeño lector que forjó sus primeras lecturas en el idioma inglés. Al hablar de su niñez, el propio Borges contaría en alguna ocasión: “Cuando le hablaba a mi abuela paterna lo hacía de una manera que después descubrí que se llamaba el idioma inglés, y cuando hablaba con mi madre o mis abuelos maternos lo hacía de otra forma que luego resultó ser la lengua castellana”.
La vida de la familia en la que se crio Borges tuvo un brusco cambio de vida cuando el padre comenzó a sufrir una progresiva ceguera que lo obligó a viajar a Europa en busca de tratamientos. Eso llevó al futuro escritor a vivir, desde 1914, en Ginebra (donde estudió en francés) y luego, desde 1919, en España, donde descubrió las letras, se codeó con representantes del movimiento literario llamado ultraísmo y escribió los primeros textos de cierta valía, hoy casi todos perdidos.
Pero en 1921 la familia decidió regresar y tomó un barco desde Barcelona hacia Buenos Aires. Ese impacto del regreso a su tierra natal fue tan notable en Borges que modificó en gran parte su escritura, lo llevó a desprenderse de muchos de los poemas que iba acumulando y a escribir otros en los que las estampas de su país, tanto paisajísticas como históricas, llevarían al poeta a sentir ese “fervor” por la ciudad con la que se había reencontrado.
Walt Whitman, la influencia
En ese autor en ciernes hay influencias innegables. Una, que lo acompañará por siempre, es la de Whitman, por el que (dice Nicolás Magaril en el ensayo que integra el libro Borges lector), sentía directamente “devoción”. Y, sin embargo, el reencuentro con Buenos Aires lo llevó a Borges a incorporar el léxico porteño, incluso algo impostado, con el que construyó una gran elegía a esa ciudad en la que buscaba exaltar los paisajes más íntimos y cercanos.
La mejor prueba de esto es el poema con el que inicia Fervor de Buenos Aires y se titula Las calles. En él se encuentra una confesión directa desde los primeros versos: “Las calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma” (en la versión corregida por el autor esto cambiaría a: “Las calles de Buenos Aires / ya son mi entraña”). Pero luego, hay algo más, una declaración de principios de lo que busca el libro en lo evocativo: “No las ávidas calles, / incómodas de turba y ajetreo, / sino las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales”.
Patios, calles, aljibes, arrabales y zaguanes forman parte de la escenografía que Borges levanta en sus poemas, casi todos de verso libre, también seguramente por la influencia del mencionado Whitman y de los ultraístas. Pero de a poco, en medio de esos paisajes, se entrometen personajes de su pasado y del pasado argentino del que se siente parte. Por ejemplo, Juan Manuel de Rosas, ante quien Borges muestra ya un desprecio sosegado (“es menos una injuria que una piedad / demorar su infinita disolución / con limosnas de odio”), que nunca cesará.
Pero junto con esas estampas de una porteña intimidad y el peso de la historia, están también, finalmente, otros temas presentes en este libro inicial. Por un lado —extraño si se mira a Borges en el conjunto de su obra— hay aquí una seguidilla de poemas amorosos, algunos que alcanzan lo conmovedor, como cuando en Ausencia dice: “Desde que te alejaste / cuántos lugares se han tornado vanos / y sin sentido, iguales / a luces en el día”. O en Sábados, que concluye con estos versos: “Tú / que ayer sólo eras toda la hermosura / eres también todo el amor, ahora”.
Por otro lado, la preocupación metafísica se empieza a mostrar en este libro inicial de un autor que haría de la filosofía parte de su obra. Por ejemplo, en La rosa, cuando evoca a “la inmarcesible rosa que no canto” en un poema que “se particulariza por poetizar la teoría literaria del escritor maduro”, según Rafael Olea Franco. También hay alusiones a las esencias platónicas en Final de año y sutiles elucubraciones teóricas, como las que destaca Mariana Elola en La Recoleta, donde, según esta ensayista, “Borges deambula por nuestra ciudad con una mirada metafísica que es capaz de posarse en nimiedades para elevarlas a la categoría de creación literaria”.
Borges: el otro, el mismo
Si Fervor de Buenos Aires encerraba ya o no, en su carácter iniciático, todo el poderío que iba a desplegar el autor con el resto de su obra es difícil decirlo desde la perspectiva de lectores admirados por volúmenes de cuentos como Ficciones y El Aleph o poemarios posteriores como El Hacedor, El otro, el mismo o La cifra. Pero, sin dudas, en esos poemas iniciales que están cumpliendo un siglo, el mismo Borges sí se reconocía. Para confirmarlo, basten las propias palabras que él eligió para su prólogo de la reedición de 1969: “He sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente —¿qué significa ‘esencialmente’?— el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo. Los dos descreemos del fracaso o el éxito (...). Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después”.