Aquel Día de la Madre, Noelia Soto vendió tantas flores en su puesto de la Alameda que, por primera y única vez, pudo compartir la comida junto a sus cinco hijos en Buena Nueva, su hogar de Guaymallén.
Ella es segunda generación de floristas: Zacarías, su papá, llegó desde Salta hace 40 años para cultivar flores y fue esa la actividad que le dio de comer toda su vida. Micaela, su hija, va por la misma senda desde otro puesto, también en La Alameda. Tal vez por eso, Noelia puede hablar con propiedad del pasado y presente de un rubro que resiste pese a la crisis.
Una crisis que tiene origen en razones económicas -y, por supuesto, en esta cuarentena eterna que dejó a numerosos comerciantes en bancarrota-, aunque también en los cambios que supone la era moderna. Porque si bien las flores siguen siendo sinónimo de ambientación, color y alegría, ciertas costumbres, como llevar un ramillete a los familiares muertos, van quedando en el olvido.
Tradición en crisis
Como si fuera poco, las históricas destinatarias de las flores (ni más ni menos que las mujeres) suelen autorregalárselas y ya no esperar a que lo haga un hombre. En definitiva, coinciden los floristas con experiencia, “nadie más que ellas son las principales causantes de la falta de caballerosidad de estos tiempos”.
Noelia se levanta alrededor de las 5.30 y se toma dos micros para poder estar firme en San Martín al 2200 para, una hora después, esperar a los proveedores que llegan con mercadería fresca. Allí, en el puesto 8, permanece más de 10 horas: llega y se va de noche. Su local luce abarrotado de rosas, lirios, lisantos, calas, margaritas y escasos claveles. Sí, los clásicos claveles van desapareciendo.
Según lo que exija su cuidado, las flores duran hasta 15 días; el ramo más económico lo vende a $200 y el más costoso, a alrededor de $2.000.
Noelia exhibe sus “manos de florista”. “Ningún guante me sirve y así tengo los dedos, pinchados por espinas”, cuenta, sin soltar su pinza, su tijera y su vieja máquina de ondular papel crepé que heredó de su padre.
El Día de la Madre es, por lejos, la fecha de mayores ventas. Tradicionalmente estos comerciantes solían permanecer durante todo el fin de semana instalados allí, disfrutando de festivales y ventas.
Punto a favor
René Rocha, dueño del puesto Flores Paula, admite que las restricciones complicaron al rubro, aunque de a poco, afortunadamente, volvió al delivery y a los arreglos para hoteles o eventos pequeños.
“Hay algo invariable: cuando llego a una oficina a entregar un ramo, se genera misterio y expectativa entre las empleadas, que no me quitan la mirada hasta saber quién es la destinataria”, confiesa. Hay que decirlo: ayer, hoy y siempre, el hombre que obsequia flores se convierte en un “ganador” con todas las letras.
“Me lo dice la experiencia y va más allá de toda connotación, esto no es machismo ni feminismo. Insisto, el hombre que regala flores es un ganador, un tierno y eso garpa”, reitera.
René coincide con Noelia en que las mujeres han perdido el interés por recibir flores y no son pocas las que dicen que “son para los muertos”. “¿Cómo se le puede decir eso a un hombre? Además, es una afirmación errónea”, cuestiona.
René tiene mucho más para decir. Por ejemplo, que el florista es una especie de psicólogo, ya que cada cliente tiene una historia. Por eso es indispensable saber poner el oído. Es que, quien compra una flor, lo hace con un motivo: demuestra amor, deseos de reconciliación o conquista, caballerosidad, amistad, un gesto por un cumpleaños o aniversario o, simplemente, manifiesta extrañar a un ser querido. Como sea, un ramo de flores es símbolo de sentimiento sin necesidad, incluso, de decir nada.
“¿Anécdotas? Montones. Una vez vino una novia con la suegra y a la chica para su casamiento se le ocurrió un ramo de rosas negras”, recuerda. “La suegra discutía y la novia se salió con la suya. Es más: hasta el botonier del novio lo confeccioné del mismo tono”, remata.
Un presente muy duro
Braulio Kolque, desde el puesto que atiende al 1600 de San Martín, asume que el rubro está en crisis “porque no es esencial”. Hasta las 14 le pone el cuerpo al negocio, que también ofrece plantas. Más tarde se dedica a la construcción. “Acá pagamos religiosamente los impuestos y la habilitación municipal, por eso no alcanza. Vivimos los momentos más duros de la historia”, concluye.
Micaela Gadola tiene 19 y ama vender flores, aunque algunas veces tropieza feo y vuelve a su casa después de 10 horas con una ganancia equivalente a un ramo de mínimo valor. “La gente no tiene dinero y muchos productores de flores se han volcado a la agricultura. De allí la escasez”, afirma.
Pero ella suele hacer “magia”: por $150 prepara de mil amores un ramillete precioso. De esos que la dejan contenta y la hacen olvidar lo que la depara con el cierre del local. Es que tanto Mica como sus colegas en general deben apilar la mercadería como si se tratase de un tetris. Nada debe dañarse. Y a la mañana siguiente tomarse el trabajo de desarmar con la misma dedicación.
Esta también es una de las tantas particularidades de la vida del florista que se gana la vida en la calle y que sabe cómo resistir porque ama lo que hace.