“Quiero ser escultor, quiero hacer algo, quiero darle forma a las ideas que tengo”, se respondió Guillermo Rigattieri cuando se recuperaba por segunda vez de estar al borde de la muerte. “Necesito esa herramienta para darle forma a la emotividad y a las emociones que en ese momento me estaban asfixiando. Y el arte, en este caso la escultura, me dio esa posibilidad de catarsis”, rememora.
Este hombre de 46 años -que se define “primero como padre, segundo como escultor y tercero como músico”- divide sus días en disfrutar de su familia, trabajar en el taller y hacer música.
Con su mujer Julieta Rávida, quien desde hace unos años se dedica a la joyería escultórica y también trabaja en casa, y su hijo Ulises, que va a sexto grado, forman esa “burbuja” que es tan importante para Guillermo.
Como escultor ya ha logrado traspasar las fronteras y llegar con sus obras a otras provincias de Argentina, a Chile, Brasil, Ecuador, México, Estados Unidos, España, Portugal, Italia, Francia, Suiza, Alemania, Noruega, China y África.
Como tecladista y cantante es parte de Proyecto Tamagochi (junto a Javier Romero, guitarra y voz; Juan Pablo Palacio, bajo, y Luciano Baez, batería) y como bajista es sesionista en La Lira de Apolo, la banda del enólogo Marcelo Pelleriti de quien es amigo desde hace tiempo.
-¿Cuál es tu sueño?
-¿Mi sueño tangible o mi sueño posta? -retruca- Porque mi sueño es viajar a Marte; quiero estar en órbita en una suerte de placenta cósmica. Pero mi sueño de proyección tangible es llevar el barco como va, tranquilo... Quizás mi ambición es muy pedestre: no perder la capacidad de sentir sabor a la vida, de tener ese hambre de hacer cosas. Tiene que ver con la continuidad de una sensación. A veces la he pasado medio como c... -grafica-; por eso, cuando estoy tranquilo, estoy bien. No es que esté cómodamente adormecido.
El verdadero catalizador
Hasta hace un tiempo, Guillermo marcaba el inicio de su pasión en la visita que con la facultad hicieron a los talleres de Roberto Rosas y de Eliana Molinelli. Pero la edad, le ha permitido apretar el “rewind” y descubrir distintos momentos en esa línea del tiempo que lo llevaron a tomar la decisión que hoy le permite ubicar sus obras en diferentes latitudes del mundo.
“Antes tenía un punto de partida muy claro. Con el tiempo, me pongo a pensar y no es tan claro. Empiezo a ver muchas cosas antes que las vas entendiendo con el tiempo porque creías que no tenían nada que ver con esa decisión”, reflexiona sentado en la galería de su hogar con una suave música de fondo y aroma a saumerio. Y agrega: “Me parece que empezó ingenuamente en San Rafael”.
A la salida de la primaria en la escuela Tomasa Mercedes San Martín de Balcarce -donde cursó desde la salita de 4 hasta la secundaria-, Guillermo tuvo la experiencia de ir a un taller de dibujo y plástica con Ricardo Rosas. “Hice unos modelados; tuve unos acercamientos a los materiales, a la escultura”, cuenta. El tiempo que asistió fue suficiente para que tomara en cuenta la existencia de la carrera de Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Cuyo, a la hora de definir su vocación.
Así, con 18 años, armó la valija y dejó su San Rafael natal para estudiar en la capital mendocina. Se anotó en dos carreras: Diseño y Artes Plásticas. “Yo pensaba que las artes plásticas no eran una opción para subsistir. Lo iba a estudiar como un complemento, como una herramienta más”, se sincera y admite que estaba en “la nebulosa absoluta, no sabía bien qué quería”.
Con su papá arquitecto y autónomo, Guillermo no se imaginaba un horario fijo de trabajo. “No tenía ese chip de estar ocho horas trabajando en un determinado lugar. De hecho me sentía bastante incómodo si me pensaba en esa situación”, argumenta.
Fue durante el ingreso a la Facultad, al visitar los talleres de los escultores Roberto Rosas y Eliana Molinelli que tuvo la seguridad de que sí podía aspirar a vivir de una disciplina artística. “Podía desarrollarla y subsistir no sólo económicamente, sino generando un ecosistema de independencia”, advierte. Dejó Diseño y se concentró en Artes Plásticas.
Esa seguridad llegó también luego de dos trágicos episodios en los que su vida estuvo comprometida. El primero había ocurrido en San Rafael: durante el último año de secundaria lo pisó un auto. El segundo sucedió en Villa Hipódromo cuando ya estaba terminando el primer año de la facultad: le dieron un tiro en la zona abdominal durante un intento de robo, mientras fumaba un cigarrillo con un amigo en la puerta de la casa donde habían comido un asado.
“No entendía nada. Cuando estaba en recuperación, en ese contraste de la vida, de lo finito, del tiempo que se acaba, me empecé a hacer preguntas. Un año antes me había pisado el auto, había estado internado, en una tabla con el cráneo partido... Y ahora esto otro... No tenía respuestas, pero sí me sirvió para comprender que esa sensación de inmortalidad que yo tenía a los 18, que tenés cuando sos pibe, no era tan real. Entonces, concebí el tiempo de otra manera”, señala y admite que esta vivencia fue el “catalizador de su decisión”.
El verano entre primero y segundo año lo pasó convaleciente porque le dolía todo. “Tenía las dos lógicas: por un lado, estaba agradecidísimo de estar vivo; por otro, puteaba y me preguntaba por qué me habían pasado las dos cosas tan cerca. Fue una adolescencia movidita, que me encanta porque te da un entendimiento mucho más extenso al conocer el dolor. No lo reniego. Creo que las experiencias te enriquecen la percepción. Hay que sanar muchas cosas para que no se transformen en traumas.”
De las rejas a las esculturas
Ya estaba convencido de que quería ser escultor y que esa herramienta le serviría para “darle forma a las emociones”, por lo que concretó el tan ansiado taller. Con el dinero que cobró del juicio por el accidente de tránsito compró una soldadora y una cizalla. Fueron rejas “que hacía con firuletes” y mesas las que le permitieron ganar dinero para comprar más materiales y seguir explorando. “Tenía que demostrar de manera práctica mi convicción de lo que quería: transformarme en alguien que tuviera desarrollo artístico.”
Ahora una nueva inquietud rondaba en su horizonte. “¿Voy a terminar de estudiar o voy a ser artista? Voy a ganarme la vida... Ésa fue la otra decisión: yo estudio lo que estudio, pero te recibís y sos docente. Yo no iba a ser docente. Yo quería aprender herramientas para contar y darle forma a lo que me estaba pasando. Tampoco sabía muy bien lo que me estaba pasando, pero necesitaba darle forma”, rememora aquellas turbulencias que lo llevaron a dejar Artes Plásticas en 4to/5to año.
Esas épocas en que “el tiempo era eterno, aunque sabíamos que no lo era” compartía ideas, preguntas y trabajo con amigos que le dejó la facultad: Fernando Rosas y Gabriel Fernández. “Éramos unos pibes... ahora también compartimos, aunque tenemos otros quilombos”, dice y señala -en el taller al fondo de su casa- las esculturas de dos caballos que armó con ellos para una bodega de La Paz.
Este trío y el puntano Julio Melto tuvieron el espaldarazo de Roberto Rosas que les organizó una muestra en su taller. “Yo ya venía haciendo esculturas y exponiendo un poquito, pero éste fue un punto de inflexión. Desde allí, empecé a vivir de las esculturas”, precisa.
En la casona de la Sexta Sección donde vive hace 22 años, decorada con algunas de sus obras, recuerda aquella primera que vendió muy diferente a las que hace ahora. Dice que técnicamente era una muy mala aunque con una dinámica que funcionaba, tenía impronta y sensibilidad.
“Era una parca. Una escultura muy gestual porque no tenía técnica. En aquel entonces, era muy viceral todo. La escultura era un cuerpito así -separa sus manos, una hacia arriba y otra hacia abajo como unos 40 centímetros- de una escultura que no me había salido y le había metido martillazos. Le había puesto unas extremidades, unos ejes y tenía una hoz que daba vueltas”, describe y se saborea la picada “más rica del universo” que se compró con esa venta.
“Ésas son claras transiciones de la satisfacción. Esa plata significaba que yo vivía de lo que estaba haciendo”, apunta este artista ya consagrado que dedica la misma energía a crear sus esculturas que a mostrarlas ahora en un entorno virtual porque “si no muestro, no vendo y si no vendo no puedo seguir haciendo, y si no puedo seguir haciendo tengo un quilombo importante” que más allá de la cuestión económica tiene que ver con esa “necesidad de expresión”.
La evolución
Tal como preveía al principio, la técnica fue llegando con el tiempo. “Hasta hace un tiempo iba repitiendo y repitiendo de manera mecánica de acuerdo a lo que veía en otras esculturas, en otras muestras, porque la información era muy acotada. Ahora, sucede que tenés una infinidad de información de técnicas diferentes en cualquier teléfono y es más fácil para aprender”, señala este artista que busca que su trabajo vaya creciendo, que trata de explorar nuevas técnicas para no quedarse.
Convencido de que la técnica te da un lenguaje y una personalidad, confiesa que el nacimiento de su hijo Ulises tuvo mucho que ver en las expresiones de sus obras. “Al principio los rostros eran un poquito más inciertos; después aparecieron los ojos con esa sensación de vida”, cuenta y señala que los temas trágicos y vicerales le dieron paso a la infancia.
“A partir de la infancia, empieza una imaginería gigante de las cosas mágicas. Y linkeo con mi infancia”, confiesa a la vez que asegura que en esa magia tuvo acceso a una fantasía que lo ha alimentado siempre. “Ese objeto tridimensional que hoy fabrico era la llave para que yo creara universos de juegos, que los volví a abrir y me alimento todos los días desde allí”, analiza.
De nuevo en el presente de su hijo, dice que “ahora esa infancia está cambiando y está siendo devorada por esa cuestión hormonal” y muestra uno de los bocetos -dibujados en uno de los tantos cuadernos- que se está transformando en escultura. “Como soy testigo de eso, está volviendo a cambiar un poco mi obra”, advierte.
El metal, un material frío pero expresivo
Guillermo cuenta que para permitir que “esa pulsión salga” a través de la escultura probó otros materiales como arcilla y látex, pero se decidió por el metal porque le seduce “esa metamorfosis que tiene de muy frío a sacarle una expresión”.
Desde su punto de vista, materiales como la madera o el barro ya tienen expresión por sí mismos. En cambio, la chapa al ser fría, generalmente plana y que suele utilizarse para otros objetos, “uno no se imagina que puede transformarse en un elemento expresivo”.
“Me identifico y elijo el metal por sobre otros materiales porque me considero una persona práctica, que resuelvo. No soy de procrastinar muchas cosas, y el metal, al ser un material directo, te permite que si tenés una idea la puedas resolver de manera rápida. Con un par de ejes, ya podés ver la pieza. Y esa pieza la vas completando. Voy viendo rápido el resultado”, asegura y se confiesa ansioso.
En el proceso creativo, luego de plantear el boceto en su cuadernos, dice que primero tira ejes para plantear la obra, luego la desarma y pule los detalles para armarla otra vez. “Es lo que te permite esta técnica”, destaca.