Dicen que Nicolino era un artista, que brillaba bajo las luces donde otros sólo se aporrean con gesto fiero.
Dicen que su arte era único y que seguirá siéndolo por los siglos de los siglos. Una suerte de “apóstol de la no violencia” en un deporte en el que todo se define a las piñas.
Dicen que lo apodaban “El Intocable” porque su visteo era más veloz que cualquier cross o jab adversario, que la gente hacía largas colas y que los hombres iban a verlo de traje y las mujeres de largo cada vez que su nombre figuraba en la marquesina del Luna Park. Si hasta un tango describe el fenómeno: “Total esta noche, minga de yirar / si hoy pelea Locche en el Luna Park” escribió Chico Novarro en “Un sábado más”.
Dicen que su Gioconda, mejor, su Guernica, la creó una noche del 12 de diciembre del 68 en Tokio, que se hizo radio aquella mañana argentina, cuando ridiculizó al extremo a Paul Fuji, un japonés tozudo a quien le arrebató el título mundial de los welters juniors, con Don Paco Bermúdez como mentor estratégico desde el rincón.
Sería un combate histórico, que ahora puede encontrarse en YouTube, una verdadera masterpiece de colección.
Dicen que el Víctor era un equilibrista, que bailaba en los 100 por 70 metros donde los demás transpiraban la camiseta a todo pulmón, aquellos toscos campos de juego de los 70, a veces con chipica; a veces, pura tierra.
Dicen que hacía jueguito con los pesados balones de cuero ante tribunas locales o visitantes, que se paraba sobre la pelota en medio del partido, que payaneaba las naranjas que algún indignado-asombrado le tiraba entre la bronca y la admiración. Dicen que su pegada eximia era apta para goles olímpicos y de tiro libre, tanto, que se mezcla en un ranking entre expertas estrellas planetarias como Pelé, Messi, Beckham y Maradona.
Dicen que su opus fue un domingo de octubre del 71 en el Viejo Gasómetro, ante San Lorenzo. Dicen que cuando ese Gimnasia de “Los Compadres” goleaba 5 a 2 a los de Boedo, el árbitro aprovechó un alto del partido para pedirle: “No sigan tocando o no me hago responsable de lo que pase”.
Dicen que hasta se puso la camiseta de Independiente Rivadavia para uno de los torneos Nacionales de esos años -lo mismo que Hugo Cirilo Mémoli hizo con la Blanquinegra- y que los hinchas del archirrival lo aplaudían sin dudar. Dicen que cada vez que en las tribunas del estadio que lleva su nombre el paladar negro Pituco exija al Lobo que “toque y toque” su espíritu flotará, por todos los tiempos.
Dicen que el Negro era, en realidad, un Cóndor, que volaba sobre el sillín de esas bicicletas con tubulares.
Dicen que el ripio de la subida al Cristo Redentor se abría a su paso, que se deslizaba a pura velocidad en el peralte de los velódromos, que giró con la camiseta argentina en cuatro mundiales y en los Juegos Olímpicos de Roma, en el 60; Tokio, en el 64; y México, en el 68. Y eso que había debutado pedaleando en una bicicleta prestada.
Dicen que nunca dejó de ser un tipo sencillo, que vivió hasta el final en su casa de Villa Hipódromo a varias cuadras de donde atendía su bicicletería, no podía ser de otra manera. Esas calles de Godoy Cruz que, en su mirada, nada le envidiaban a las de Amsterdam, Zurich o Milán, donde se paseó como especialista en velocidad y resistencia.
Dicen que está en la historia del ciclismo nacional por el récord de ganar ocho veces consecutivas el título en persecución individual, entre el 56 y el 63. Pero su obra maestra fue quedarse dos veces con el Cruce de los Andes, aquella competencia que unía Mendoza con Santiago de Chile. Ahí empezaron a decirle el Cóndor de América.
Dicen que una vez esperó tres días a Juan Domingo Perón en un hotel de Buenos Aires, donde había viajado porque El General quería conocerlo: “Se sabía toda mi trayectoria” se lo escuchó decir sorprendido. Nunca tanto como cuando en la Fiesta de la Vendimia del 68 lo coronaron Rey mientras un Frank Romero Day repleto lo aplaudía de pie.
Dicen que Nicolino, el Víctor y el Negro salieron varias veces en la tapa de El Gráfico, aquella revista que fue casi una biblia del periodismo deportivo argentino durante décadas. Cuando salir en la tapa de El Gráfico era como ahora hacerse viral en alguna app del ecosistema digital. Dicen que sus hazañas salieron en cientos de páginas de diario Los Andes, que sus cronistas fueron testigos directos de esos años.
Dicen que no habrá otros iguales, que son los superhéroes del deporte mendocino, que sus nombres circulan casi como leyenda, que sus historias pueden rastrearse con solo googlear: Nicolino Locche, Victor Legrotaglie o Ernesto Contreras.
Eso dicen.