Dicen que de las crisis surgen oportunidades, aunque Sergio Kurrenthy asegura que su reinvención es fruto de la sangre armenia que corre por sus venas. El espíritu que heredó de ese pueblo “sufrido” y “muy golpeado” le permitió conectarse con los sabores de la tierra de sus padres para dejar su título de ingeniero químico industrial y convertirse en el chef que ofrece un espacio donde se saborea la experiencia de Armenia en Mendoza.
Ese mismo espíritu y el equipo de colaboradores, además del apoyo incondicional de su familia, fueron los pilares para sortear las vicisitudes de la pandemia de Covid-19 y sobrevivir “sin deudas” en Corralitos, su tierra natal.
“Si yo planteaba como objetivo ‘voy a abrir un restaurante armenio en plena crisis de 2001, en una calle de tierra, con una infraestructura de madera, con unas sillas plásticas, con mi vajilla de casamiento, y les voy a dar de comer comida armenia en Mendoza’ era un imposible. Era justamente la antítesis a lo que me decían los profesores de Marketing. No había posibilidad de que se proyectara y muchos me dijeron que no pensara en que podría funcionar”, reflexiona Sergio al mando de esa casa de comidas que le ha permitido sostener a su familia y colaborar con los estudios universitarios de sus hermanos.
Para Sergio, las claves del éxito han sido, por un lado, la pasión que le ponen todos cada día y, por otro, “escuchar a un cliente que estaba muy maltratado por la gastronomía”. “De repente, te atendía un dueño, el mismo que cocinaba, que te hacía chistes y le podías decir cualquier cosa y estaba bien porque eso me servía para crecer”, admite como parte de sus fortalezas este hombre que 20 años después sigue cocinando y recorriendo las mesas para escuchar a los comensales.
Es que a los 48 años, guarda como un tesoro las palabras de su madre que falleció cuando él tenía 8: “los consejos no se discuten, se escuchan”. Por eso, insiste, prefiere recibir los comentarios en persona. “Siempre le digo a la gente que si nos equivocamos, me lo digan acá y no en la calle porque aquí lo puedo solucionar. En cambio, encontrarme después con una crítica escrita o juglaresca oral me hace daño”, apunta consciente de que así como el boca en boca lo impulsó a crecer también puede ser negativo.
Sillas plásticas y vajilla de casamiento
Mientras cae la tarde del miércoles, la cocina de Kotayk -en pleno Corralitos- emana aromas que remiten a otras latitudes. Mi acotada cultura en especias me permite descubrir la canela, ésa que me transporta al té que le gustaba tomar a mi abuela, pero más intensa, más pura.
Desde la gran ventana -que da al caminito que une los diferentes salones- se puede ver a Sergio trabajando en la pastelería que se deleitará en algunas de las comidas entre el jueves y el domingo. Termina unas bandejas, pide que vayan al horno y nos recibe en el escritorio contiguo antes de continuar con las otras especialidades dulces.
Fue con la pastelería armenia que arrancó por allá en el 2001, para contar con el efectivo que necesitaba. Entonces, Sergio se desempeñaba como ingeniero químico industrial (título que había obtenido en la Universidad Juan Agustín Maza luego de pasar por la secundaria técnica Don Bosco de Rodeo del Medio).
“Mi señora -Celeste- justo se enfermó. Y si bien económicamente estaba sustentado por las empresas que me pagaban con pagarés y cheques como ingeniero, el efectivo no estaba. Los fines de semana empecé a hacer pastelería armenia con recetas de mamá que fui modificando”, rememora.
Durante un par de meses estuvo reponiendo bandejitas en domicilios, panaderías y confiterías hasta que los pedidos se extendieron a los platos salados. “Nos decían ‘si son armenios son muy buenos gastronómicos’ porque conocían a otros armenios de Buenos Aires”, cuenta y apunta que le pedían menúes específicos que armaba con su esposa y los clientes, luego, pasaban a buscar.
“Yo ya había entrado a trabajar en una cadena hotelera como subchef. También allí me pedían menú armenio, pero como no me autorizaban del cuarto piso, un día los invité a comer a mi casa, que era una casa sencilla, prefabricada, con una arboleda. Eran tres mesitas de cuatro personas. Allí los atendimos con nuestra vajilla de casamiento”, describe aquel día y muestra que ese saloncito -que les hizo de hogar durante tantos años en el mismo predio donde el restaurante está hoy- tiene un cartelito que inmortaliza el momento: “Aquí nos iniciamos”.
La recomendación de persona a persona fue creciendo como una avalancha, y cada 16/17 días, “cuando tenía libre”, las personas iban a comer. Al ver el movimiento, Sergio puso todo en regla y gestionó las habilitaciones pertinentes. “Al tercer año, empezamos a ver que teníamos una rotación de clientes: el que venía un mes volvía al siguiente o mandaba a otro. Eso fue ya en 2003/2004 y desde allí no se paró hasta la pandemia”, dice.
Esa evolución también se trasladó a la familia y cuando llegaron las pequeñas Manisk y Anush, Celeste dejó su puesto como subchef -con todo lo que su esposo le había enseñado- para dedicarse al “trabajo de cuidar a las dos nenas” y se sumó Martha al staff.
Aquella primera colaboradora empezó con 50 años y se jubiló a los 62, pero siguió “dando una mano un tiempo más para no entrar en depresión” hasta que el coronavirus cortó todo. “Ahora cría gallinas; por allí nos viene a visitar”, confía sobre esta mujer “muy comprometida” para la que está diseñando un cuadro a modo de homenaje.
Conexión con aromas y sabores
La mamá de Sergio nació en Armenia y el padre en una isla que era “un protectorado griego en Armenia” y hoy es territorio armenio. Llegaron ya veinteañeros a la Argentina en la segunda mitad de la década del ‘60, se conocieron en Bariloche y luego recalaron en Corralitos. En el distrito guaymallino crecieron los tres hijos del matrimonio (Alejandro, Sergio y Noelia) al cuidado de los abuelos maternos.
“Mamá falleció muy temprano, con 29 años, y él tomó otro rumbo con otra familia. Nosotros seguimos con mis abuelos maternos. Mi hermana tenía 8 meses. Mi hermano tenía 10 años y yo 8 años. Me transformé en el padre de ellos; al día de hoy vienen y me consultan”, dice orgulloso porque también pudieron sobreponerse a la muerte de sus abuelos. “Quedamos a la deriva, pero gracias a Dios estudiaron”, apunta.
El tiempo que compartió con su madre y sus abuelos fue suficiente para tener esa conexión con su cultura y gastronomía que le permite reflejar en cada plato. “Te sentás en el restaurante y estás comiendo en una casita armenia con todos sus sabores”, asevera este hombre que aunque lo ha intentado cuatro veces todavía no consigue viajar a las tierras ancestrales y conocer como sus hermanos la casa donde se crió su mamá.
Para lograr esos sabores, Sergio recibe el primer lunes de cada mes especias y condimentos de las latitudes asiáticas a través de la embajada. “A una embajadora que vino a una Vendimia, le pedí que me ayudara con las especias y condimentos para mantener la originalidad y, desde entonces, nunca me fallaron a pesar de los cambios de embajadores”, sostiene.
Pero eso no es todo. También -vuelve a repetir- escucha al comensal, investiga, busca otras recetas, come otros platos. “Lo llevo a la aceptación de mi paladar, entendiendo que no porque sea de la aceptación de mi paladar es de la aceptación de mi público, sino buscando ese ‘charme’ (encanto) de la condimentación sin perder esa esencia de la originalidad”, grafica y confiesa que cuando llegan armenios les hace marcar las diferencias.
-¿Cuál es el espíritu del armenio... su ADN?
-El armenio es muy sufrido. Es una persona que ha sido muy golpeada. Es una civilización gerontocrática; una de las más viejas de la humanidad junto con Siria. Es donde nace el cristianismo y eso le ha costado que le diera de a palos hasta el día de hoy. Imaginate que es un país que hacia fines de la Primera Guerra Mundial le mataron cerca del 80% del país y volvió a resurgir, se volvió a establecer. Creo que el espíritu armenio es de sacrificio, de esfuerzo, de humildad, de hospitalidad. Creo que el armenio no se olvida de sus raíces.
Pandemia, equipo y clientes
Sergio se vanagloria de no haber tenido que pedir crédito y de haber podido crecer gracias a la reinversión de sus propias ganancias, aún con la observación que le hacía su esposa Celeste por “tener todos los huevos en la misma canasta” y no generar otra actividad. “Lo fui haciendo con cabeza de ingeniero: lo mismo que iba generando lo iba invirtiendo. Y cuando llegó la pandemia tenía todo allí adentro y afuera no había nada”, detalla.
Lejos de desesperarse por la incertidumbre, cuando el Gobierno dispuso el cierre preventivo y obligatorio armó un bolsón de mercadería para cada uno de sus seis colaboradores. “Les dije: ‘Lo único que les puedo decir es que si nos vamos, nos vamos los 7 por el portón’. Noemí, que es la voz cantante, respondió: ‘Qué tenemos que hacer nosotros para salvar el restaurante’... Es un equipo que va adelante como trompada”, asevera emocionado hasta las lágrimas.
Recuerda que estuvo a dos semanas de perder el restaurante y justo flexibilizaron. Cuenta que estaba preparado para vender heladeras, mesas, sillas. “Después iba a arrancar de a poquito, con ellos. Lo que más quería defender era el capital humano”, se sincera y apunta que lo que ganaba con el delivery lo usaba para pagarles.
El Covid-19 le sirvió para confirmar otro de sus leit motiv. “Sin la gente no podemos cocinar, no podemos tener nuestros propios ingresos económicos, nuestro trabajo. Sin la gente, no existimos y lo demostró la pandemia”, asegura y cierra con las palabras de un chef italiano: “No somos nosotros los que les damos de comer, son ellos los que nos dan de comer a nosotros; el día que se entienda eso, la gastronomía va a triunfar”.