Mientras escribo estas líneas, los niños empiezan a salir a la calle. La famosa curva se está aplanando, la agónica cifra de muertos va menguando, la gente comienza a mirar por la ventana con ojo agrimensor, como quien toma medidas de un paisaje que dentro de poco piensa conquistar. Vale, bien, de acuerdo, la cosa parece que mejora, pero no olvidemos que seguimos estando inermes ante el contagio y que el virus llegó para quedarse, al menos mientras no lo desaloje un tratamiento fulminante o una vacuna eficaz. El primero por el momento parece poco probable; la segunda está en marcha, pero quizá tarde un año y medio. Y durante todo ese tiempo tendremos que vivir una vida anómala. Una realidad precavida y distinta a todo lo que hemos conocido hasta ahora.
Esta es, pues, la mala noticia: todavía nos queda mucha mili por delante. Pero la buena noticia, que también la hay, es que el ser humano es uno de los bichos más tenaces y más adaptativos que existen en el planeta. Nuestra capacidad para acomodarnos a lo que toque es absolutamente legendaria. Ya lo dice un viejo refrán: Que Dios no te mande todo lo que puedas aguantar. Porque, en efecto, podemos aguantar cosas inauditas.
Hace años entrevisté a la fotógrafa Christine Spengler, de origen francés pero residente en nuestro país. Christine, que ha sido una corresponsal de guerra magnífica, contó un recuerdo de la guerra civil de Líbano que me impresionó. Caían las bombas sobre Beirut, llovía la muerte sobre la popular plaza de Nijmeh, pero en cuanto terminaban las explosiones, antes aún de que se disiparan el humo y el polvo, ya aparecían en la plaza los vendedores de varas de nardos. La vida siempre se empeña en vivir. La vida se hace un lugar aunque tenga que disputárselo a la muerte. La interminable guerra de Líbano duró 15 años y medio, pero los habitantes de Beirut siguieron comprando varas de nardos y aprendieron a sacudir el polvo de las flores.
Hay un emocionante párrafo del escritor húngaro Imre Kertész, premio Nobel de Literatura, que martillea mi cabeza desde que lo leí. Kertész fue internado a los 15 años en el campo de exterminio de Auschwitz; mucho tiempo después, recordando aquella experiencia terrible, escribió: “Pese a la reflexión y al sentido común, no podía ignorar un deseo sordo que se había deslizado dentro de mí, vergonzosamente insensato y sin embargo tan obstinado: yo quería vivir todavía un poco más en aquel bonito campo de concentración”. Una frase taladradora, iluminadora: aquel adolescente estaba tan lleno de ganas de vivir que consiguió acostumbrarse al infierno.
A medida que he ido envejeciendo he ido siendo más consciente de la increíble capacidad de supervivencia que tiene el ser humano. Lo he visto una y mil veces: individuos que lo pierden todo y quedan convertidos en un moco en el suelo, y que, sin embargo, consiguen insuflar un esqueleto a esa masa emocionalmente viscosa, ponerse en pie y, para colmo, volver a ser felices. Esta capacidad adaptativa nos ha hecho triunfar como especie de tal modo que nos hemos convertido en una suerte de virus para el planeta. No hay más que ver las imágenes de los otros animales recuperando alegremente el espacio que los humanos les habíamos quitado (hay un vídeo de un jabalí caminando tan pancho por Alcobendas, en Madrid) para darnos cuenta de hasta qué punto somos una especie tirana e invasora para las demás. Pobres bichos: nuestro regreso va a ser un trauma para ellos.
La adaptabilidad, en fin, tiene también su parte negativa en la corta distancia. Ya está dicho que nos acostumbramos a todo, y a veces ese todo es demasiado. No me refiero en absoluto a Kertész: él se jugaba la vida. Me refiero a tolerar relaciones sentimentales nefastas, o abusos de amigos tóxicos, o maltratos laborales. Tenemos una tonta tendencia a convertirnos en sufrido bicho bola que no conviene fomentar. Pero, fuera de eso, ser capaces de soportarlo todo, de levantar la cabeza y tirar para adelante, es una prueba de resistencia formidable. Confiemos en nosotros mismos: dentro de unos meses nos habremos acostumbrado a esta pandemia y estaremos mucho mejor. Incluso seremos capaces de hablar de otra cosa. La vida siempre se abre paso y es luminosa.